Hinata una pintora con peligrosas visiones que la llevan a pintar escenas de crímenes en las que poco o nada puede intervenir. Tras esas experiencias sufre unos estados de shock cuyo elemento dominante es el frío. Un frío interior que sólo un hombre...
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El timbre de la puerta la sobresaltó. No sabía cuánto tiempo había pasado desde la llamada.
—¿N—Naruto?
El timbre sonó de nuevo y advirtió que su voz había sonado tan débil que no se había oído al otro lado de la puerta. Respiró hondo y contuvo el aliento para no temblar unos segundos.
—Naruto —repitió, sin querer pensar en qué pasaría si se trataba de otra persona.
—Ya estoy aquí. Abre la puerta.
—Está abierta.
La abrió, entró, la vio acurrucada en el suelo y dijo «mierda» en un tono tranquilo y muy controlado. Cerró la puerta, corrió el pestillo, se agachó y la levantó en brazos sin ningún esfuerzo.
—¿Cuánto tiempo hace que estás así? —preguntó mientras la llevaba deprisa hacia el sofá.
—Desde que me he le—levantado. Hacia las nueve.
—Qué calor hace aquí, esto parece el Sahara —dijo en tono severo. La dejó en el sofá y la desenvolvió de la manta. Luego, con gesto seguro y rápido, le desabrochó los vaqueros y se los quitó.
—¡Eh! —Hinata descubrió que querer parecer indignada y furiosa le costaba mucho, ya que le rechinaban los dientes.
—No discutas —dijo, al tiempo que le sacaba la sudadera por la cabeza. Hinata no llevaba sujetador, nunca lo utilizaba cuando estaba en casa. Sus pezones estaban contraídos en dos pequeños puntos. Empezó a cubrirse los pechos con las manos pero enseguida abandonó la idea en favor de darse calor con los brazos. Los párpados le pesaban mucho y se le cerraban.
—No te duermas —le ordenó él.
—No lo ha—haré —prometió Hinata, con la esperanza de poder controlar la somnolencia.
Le dejó los calcetines puestos y empezó a quitarse la ropa. Hinata vio que ese día no llevaba traje, sólo pantalones y una camisa de seda. Se la desabrochó con movimientos rápidos y la dejó caer al suelo.
Se quitó los zapatos al tiempo que se desabrochaba la hebilla del cinturón, desnudándose con la misma eficiencia con que la había desnudado a ella. Sus pantalones cayeron al suelo, se los quitó, lo mismo que los calcetines y se sentó junto a ella. La abrazó y cubrió los cuerpos de ambos con la manta.
—Ya está —dijo al notar sus temblores convulsivos.
Puso los pies bajo los de ella y la tomó por la nuca con una de sus grandes manos para ponerle la cabeza entre el cuello y el hombro a fin de que Hinata pudiera respirar el aire calentado por su cuerpo.
La oleada de calor fue tan intensa que Hinata creyó que iba a desmayarse. Al principio, lo único que notó fue el calor que la rodeaba y le impregnaba la piel, llegándole hasta el tuétano de los huesos. Él la abrazaba con fuerza y la ayudaba a contener los temblores.