Capítulo 27

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Ariadne

Ariadne se colocó de nuevo en posición, sintiendo cómo el florete apenas se mantenía firme en sus manos temblorosas. Los músculos de sus brazos ardían, cubiertos de pequeños arañazos, recordatorio de las incontables veces que había caído al suelo. Respiraba con dificultad, su cuerpo se encontraba exhausto, y aunque trataba de erguirse, el peso de la humillación era casi tan pesado como el cansancio. "¿Cuánto más va a durar esto?"

Desde el otro lado del tapete, Neskin la miraba con esos ojos fríos, sin emoción. Casi parecía que su rival ya estaba aburrido de la pelea. La señal del contador digital sonó, marcando el inicio del último duelo, y antes de que Ariadne pudiera reaccionar, Neskin ya estaba sobre ella. Dos movimientos bastaron para volver a derribarla, la punta del florete apuntando directo a su pecho, como una sentencia ineludible.

Con un suspiro, se levantó. Sus piernas apenas respondían, pero no podía permitirse quedarse allí, derrotada. Cuando por fin terminó el combate, el marcador mostraba una clara derrota: quince a cuatro.

Neskin, con su cabello rubio suelto y una expresión impasible, ya había guardado su florete, mientras que Ariadne se sentía aún más insignificante en su traje blanco sucio por las tantas caídas. "Ella ni siquiera está cansada. Parece intocable."

Comenzó a caminar hacia las gradas, sus pasos eran pesados y descoordinados, el mundo a su alrededor empezaba a volverse borroso. Liam, que había estado observando en silencio, se acercó rápidamente, la tomó de los brazos y la guió hasta un asiento. Le dio una botella de agua, sin decir una palabra, pero su mirada hablaba por sí sola.

Muy lejos de pensar en su estado físico, Ariadne no podía dejar de darle vueltas a lo que había pasado la noche anterior, no se lo terminaba de creer.

Su hermano se había enterado de su correspondencia clandestina con Christian Hyde y la reunión más allá de simples formalismos se había convertido en una discusión abierta para que todo el palacio de Lyene y el de Taes se enteraran de sus problemas y encima, había optado por castigarla severamente.

Entre una de los tantos indicios de su castigo consistió en el entrenamiento constante con Neskin Andrews. Si antes pensaba que sus habilidades como esgrimista eran impresionantes, ahora pensaba que eran salvajes.

No sabía que había cambiado de un momento a otro para que Neskin mostrará abiertamente la poca simpatía que le tenía. ¿Tendría que ver con la mala relación que llevaba con Lucille? Tal vez simplemente había encontrado el contexto perfecto para desfogarse con ella.

Liam tomó de encima de las rodillas de Ariadne el florete y lo comenzó a guardar en el estuche aun sin decir palabra alguna. Era mejor así.

La princesa tomó un par de sorbos de la botella de agua y se puso de pie para dirigirse a su habitación, donde la esperaba otro de los castigos que su hermano había preparado para ella.

Liam caminaba a su costado tomando en uno de sus brazos el estuche con su florete y con la mirada cabizbaja, parecía decepcionado pero ¿de qué precisamente? ¿de ella?. Era tan confuso entender a ese chico que había intentado dejar de hacerlo hace días pero, por alguna razón, insistía en saber el curso de sus pensamientos cuando una expresión diferente al orgullo y la picardía estaban en su rostro.

Después de arrastrar sus piernas por varios pasillos, llegó por fin a su habitación donde una pila de documentos contables la esperaba para ser revisadas, tal y como su hermano le había prometido.

"Si tienes tiempo para enviar y leer cartas con tan poca utilidad, debes tener tiempo para trabajar con documentos que sí la tienen.", las palabras de Édgar, pronunciadas con una dureza calculada en la llamada de la noche anterior, resonaban en su mente como una condena.

Amber Shirley, también se había hecho presente en aquella reunión para su sorpresa. Aunque, fue una sorpresa la que se llevó su nueva dama de compañía al escuchar hablar tan severamente a Édgar. Ni siquiera Louise Mary pudo calmarlo a pesar de que lo intentó en varias ocasiones, interrumpiendolo.

-Dejaré que se cambie y regresaré.- anunció Liam acomodando su estuche en una pared.

Su hermano también había aumentado el tiempo que tenía que pasar en compañía de Liam, para evitar nueva correspondencia.

-¿Sabes si Amber está ocupada?

-Debe estar estudiando. Igual intentaré llamarla.-dijo Liam con voz seca.

Esa mañana no había visto a Amber y la noche anterior no se despidió correctamente, sospechaba que su intromisión en esa reunión no era una casualidad ¿La habrían descubierto?

Había demasiadas razones por las que estar nerviosa esa mañana y deseaba deshacerse de por lo menos alguna de ellas, entonces despidió a Liam de su habitación y entró al cuarto de baño a asearse.

Cuando se encontraba desnuda frente al espejo la marca de la quemadura en su pecho había disminuido pero, para su desagrado había otra cosa que no desaparecía de allí. Ariadne hizo una mueca de disgusto y se acercó al espejo para apreciarlo mejor. Una pequeña y delgada línea vertical de un color negro resaltaba entre su blanca piel y otra linea aun más fina y pequeña en horizontal la cruzaba, formando una especie de estrella.

Ariadne reconocía aquella figura, la había visto incontables veces en su infancia, que ya no era más que una sombra familiar, una presencia que la inquietaba pero que, con el tiempo, había aprendido a ignorar. Al menos, eso intentaba decirse. A pesar de sus esfuerzos por no mirarla, esa figura permanecía como una mancha en el fondo de su mente, oscura y persistente, imposible de borrar.

Con un suspiro de resignación, entró en la ducha caliente, esperando que el vapor y el agua lograran disipar los recuerdos. Pero por más que intentaba concentrarse en cualquier otra cosa, esa figura seguía ahí, como una vieja herida que nunca terminó de cerrar. La primera vez que la había visto fue cuando tenía unos cuatro años. Los detalles eran vagos, pero lo que sí recordaba era el caos que se desató en el palacio en cuanto apareció. Médicos de toda Sirey acudieron para examinarla, aunque todos llegaban a la misma conclusión: no había síntomas de enfermedad. Ningún diagnóstico, ninguna dolencia conocida. Ariadne se sentía bien, de hecho, más allá de la incomodidad de tanta atención innecesaria.

Días después, sin embargo, las cosas cambiaron. Un calor asfixiante empezó a emanar de su pecho, una sensación de pesadez que le dificultaba respirar y la postró en cama durante casi un mes. Nadie podía explicarlo. No había cura, solo el alivio efímero que le proporcionaba un pañuelo con hielo. Y luego, tan abruptamente como había llegado, la marca desapareció. Como si jamás hubiera estado ahí.

Su padre, inquieto, mandó investigar toda clase de medicinas para aliviar esos extraños síntomas. Tenía razón en hacerlo, porque la marca volvió a manifestarse años más tarde, con el mismo misterio, el mismo dolor. Ariadne llegó a convencerse de que debía ser alguna enfermedad ancestral, algo que afectaba solo a los sireyanos, y que por algún motivo, ella había sido la única de su generación en cargar con esa maldición. "Una enfermedad ligada a nuestra sangre, a nuestra historia mística", se dijo mientras el agua resbalaba por su piel.

Terminó el baño con rapidez, evitando de nuevo fijarse en la marca. No quería darle más espacio en su mente del que ya ocupaba. Se vistió en silencio, con el mismo traje deportivo que había usado días antes. Estaba limpio, pero al ponérselo, tuvo cuidado de que la tela no rozara con fuerza la nueva estrella.

Ariadne se terminó de arreglar y se apresuró en abrir la puerta de su habitación cuando la sorprendió la figura de Liam que se tambaleó debido a que estaba apoyado en la puerta.

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