Capítulo 12: El llamado

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Los días se volvieron semanas, y las semanas meses. Mi vida continuó... o al menos eso intentaba hacerme creer. Pero en el fondo sabía que había cambiado para siempre desde aquella noche en el almacén. No podía olvidar el tacto helado de la criatura, la grieta en el espejo, el abismo oscuro que parecía estar llamándome con una voracidad eterna. Y lo más inquietante de todo era la marca.

Al principio, solo me dolía de forma ocasional, como un leve hormigueo debajo de mi piel. Pero luego el dolor comenzó a aumentar. Había días en los que se encendía como un fuego que me arañaba desde dentro, dejándome sin aliento. Intenté ignorarlo. Fui a médicos, dermatólogos, incluso a un especialista en enfermedades de la piel, pero ningún examen reveló nada fuera de lo común. Para ellos, no era más que una simple hiperpigmentación, algo inofensivo, pero yo sabía la verdad. Esa marca era algo más. Era una puerta.

Y temía que alguien, o algo, estuviera al otro lado, esperando a cruzarla.

Las noches eran las peores. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver la oscuridad absoluta, aquella sombra deformada que se arrastraba desde dentro del espejo. Dormía lo mínimo, con sobresaltos constantes, encendiendo todas las luces de mi habitación para sentirme más seguro. Pero no importaba cuántas veces lo hiciera, no me podía quitar de encima la sensación de que estaba siendo observado. No desde un rincón de la habitación, sino desde algún lugar profundo de mi mente.

El primer "llamado" llegó una noche de primavera. Estaba sobre la cama, intentando ahogar mis pensamientos en el ruido blanco de la televisión, cuando ocurrió. Primero, fue un zumbido. Era bajo, casi imperceptible, como un silbido que venía desde muy lejos, pero fue subiendo de intensidad, penetrando mis oídos hasta convertirse en un rugido ensordecedor. Me llevé las manos a la cabeza y me arrodillé, gritando, pero ningún sonido salió de mi garganta.

Déjalo entrar.

Era esa voz otra vez, resonando clara y fuerte, como si alguien hablara directamente dentro de mi cerebro. Pero ahora no era grave, autoritaria, como antes. Esta vez era... suplicante. Como un eco trémulo de algo que agonizaba.

Me levanté tambaleándome, jadeando, sujetándome a todo lo que podía para no caer. Pero cuando alcé la mirada, mi corazón dio un vuelco: había un espejo al otro lado de la habitación. Uno que yo no había puesto ahí.

No era espejismo ni alucinación. Era real. Lo sabía, porque mi reflejo ya no era mío.

Lo que veía al otro lado no era mi cuerpo. La figura estaba distorsionada, casi derretida, como si alguien hubiera tomado una pintura y la hubiera arrastrado hacia los bordes. Su rostro no tenía ojos, pero igual estaba mirándome. La marca en mi cuello ardió como nunca, y mis rodillas cedieron.

—Ven a nosotros —susurró una voz desde el reflejo. Pero no era solo una voz, eran muchas. Decenas, quizá cientos solapándose unas con otras, arrastrándose en oleadas de susurros que me llenaron de pánico.

Intenté arrastrarme lejos, salir del cuarto y buscar ayuda, pero al llegar a la puerta, descubrí que no podía abrirla. La cerradura estaba intacta, sin llave, pero cada vez que la giraba, no producía efecto, como si estuviera atrapado. Golpeé con todas mis fuerzas, grité pidiendo auxilio, pero fuera apenas reinaba el silencio, como si el mundo entero estuviera suspendido.

El zumbido volvió, y con él, vinieron las sombras.

La OficinaWhere stories live. Discover now