Capítulo 22: El plan que nunca podrá funcionar, pero lo intentaré de todos modos

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Tenía miedo. Miedo de fallar. Miedo de no volver. Miedo de que, al final, mi plan resultara en nada más que un teatro absurdo. Porque, honestamente, ¿qué era yo? Un oficinista, alguien que pasaba su vida frente a una computadora llenando hojas de cálculo y respondiendo correos. No tenía las habilidades de un guerrero, ni el heroísmo de los protagonistas de las historias épicas.

Pero tenía algo que la criatura no entendía: el deseo de sobrevivir.

El hombre del Refugio me había advertido: si intentaba forzar al ser a separarse de mí sin un plan concreto, simplemente consumiría mi mente, dejándome como un cascarón vacío. Luchar contra ese ser directamente en su terreno —ese abismo de sombras que ya había pisado una vez— era una misión suicida. Pero había una fisura en su poder. Lo supe al notar su reacción cuando Sofía estaba cerca: su influencia sobre mí flaqueaba cuando algo humano, algo real, se interponía entre nosotros. La criatura no podía comprender las emociones humanas, ni el caos —esa esperanza desesperada que surge incluso ante lo imposible— que definía lo que éramos.

Así que empecé a trazar un plan, sabiendo bien que sólo tenía una oportunidad antes de que me destrozara.

Paso uno: información es poder

No era más fuerte, ni más rápido, ni más astuto que la criatura. Pero podía ser más paciente. Pasé semanas recopilando cada pedazo de conocimiento que pudiera servirme. Regresé al Refugio y al extraño hombre envuelto en vendas, a quien bauticé en mi mente como "El Bibliotecario". Él me proporcionó textos antiguos, llenos de símbolos y narraciones incompletas. A través de ellos, aprendí más sobre la criatura que me había poseído: no era simplemente una "bestia". Era un fragmento de algo más grande, una conciencia desprendida de lo que los textos llamaban "Los No Nacidos", entidades que existían más allá del tiempo y el espacio.

Era poderosa, sí, pero también limitada. Al operar en nuestro mundo, necesitaba un ancla, algo que la conectara y le permitiera manifestarse. En este caso, yo era ese ancla, pero su conexión no era perfecta todavía. El desgaste que sentía —los dolores punzantes en la marca, los susurros que a veces vacilaban— era un indicio de que aún no había completado su posesión. En un punto, ella necesitaba algo más de mí para consolidarse.

Eso significaba que yo tenía una posibilidad.

Paso dos: elegir el lugar y el tiempo

El Bibliotecario me dio dos consejos:

La criatura es más vulnerable en los márgenes de los mundos, donde su presencia ya está debilitada. Eso significaba que el enfrentamiento tendría que ocurrir en un lugar como el Refugio: un espacio entre dimensiones, donde su forma no estuviera plenamente arraigada.

No luches bajo sus reglas. Si entraba al abismo sin preparar el terreno, estaría jugando en su campo, condenado a perder. Pero si podía llevarla a un lugar donde el equilibrio del poder fuera menos favorable para ella, entonces tendría una oportunidad.

Pasé días buscando un lugar similar al Refugio. Al final, lo encontré: una vieja estación de tren abandonada, enterrada bajo toneladas de concreto en los suburbios. Era un sitio donde la realidad misma parecía desmoronarse. Las luces que lograbas encender parpadeaban sin razón, los ecos tardaban más de lo necesario en desaparecer, y el aire tenía un peso que te oprimía el pecho. Sabía, instintivamente, que ese era el lugar.

Paso tres: construir las herramientas

No podía enfrentarla con armas convencionales. Como me explicó el Bibliotecario, lo único que podía dañar a la criatura no era la fuerza bruta, sino su propio poder dirigido contra ella misma. Su conciencia, sus formas, eran altamente inestables en nuestro mundo. Si lograba encontrar la forma de reflejar su esencia —detenerla en un ciclo de retroalimentación entre lo que era y lo que intentaba ser—, podría deshacer la conexión antes de que ella consolidara el vínculo.

La solución llegó después de muchas noches revisando antiguos símbolos y diagramas. Había algo llamado el Símbolo del Vacío Invertido. Era antiguo, una marca que supuestamente funcionaba como un espejo metafísico, capaz de reflejar el poder de lo No Nacido y devolverlo a su origen. Reproducirlo fue un reto. Cada detalle tenía que ser perfecto: las líneas exactas, el material correcto, y el sacrificio necesario para activarlo —un fragmento de algo que el ser hubiera tocado directamente.

Por suerte, ya tenía eso: mi marca.

Corté un pedazo de piel quemada sobre la cicatriz con un dolor que casi me hizo desmayar, y lo uní al centro del símbolo grabado en un círculo metálico que fragüé con plata y cobre. No era elegante, pero servía. De alguna forma, lo sentí vibrar entre mis manos al terminar, como si estuviera vivo. Esperaba que fuera suficiente.

La OficinaWhere stories live. Discover now