Nadie los veía como ellos se veían el uno al otro.
Para Elena y Gabriel, el mundo era un ruido de fondo, un eco irrelevante comparado con la intensidad que ardía entre ellos. Cuando estaban juntos, el tiempo se doblaba, las palabras eran innecesarias y las miradas lo decían todo. Pero esa conexión no era amor; era algo más oscuro, algo que ni siquiera ellos podían nombrar.
Todo había comenzado como una atracción explosiva, una que no podía ignorarse. Pero a medida que los meses pasaron, lo que los unía dejó de ser la pasión y se convirtió en necesidad. No podían estar separados. Y, cuando lo estaban, esa distancia los desgarraba como una droga que el cuerpo exige desesperadamente.
La obsesión se manifestaba en pequeños gestos.
—¿Con quién estabas? —preguntó Gabriel una noche, con una sonrisa tensa que no alcanzaba sus ojos.
—En el trabajo, como siempre. —Elena evitó su mirada mientras se quitaba el abrigo.
Pero él no lo creía. Nunca lo hacía. Esa noche revisó su teléfono mientras ella dormía, aunque sabía que no encontraría nada. No lo hacía para descubrir secretos, sino para confirmarse que seguía siendo el centro de su universo.
Elena no era diferente. Lejos de ser la víctima, se había convertido en su reflejo. Había noches en las que, después de que Gabriel salía con sus amigos, ella lo llamaba hasta diez veces seguidas, no porque sospechara, sino porque necesitaba oír su voz, asegurarse de que todavía era suyo.
—Eres mi todo, ¿sabes? —le dijo una vez, con lágrimas en los ojos.
—Y tú el mío. —Él la abrazó con fuerza, pero incluso en ese momento de aparente ternura, había una violencia silenciosa en su agarre.
No era amor. Era una cárcel que ambos habían construido juntos, reforzada con celos, inseguridades y un deseo incontrolable de poseerse el uno al otro.
La cúspide de su obsesión llegó una noche de invierno. Gabriel había llegado tarde a casa, y Elena estaba esperándolo, con los ojos enrojecidos de tanto llorar.
—¿Dónde estabas? —preguntó, con la voz rota pero cargada de furia.
—Trabajando, Elena. Ya te lo dije.
—¡No mientas! —gritó ella, arrojando un vaso que se estrelló contra la pared.
Él no se inmutó. En cambio, se acercó lentamente, con una calma que era aún más aterradora.
—¿Tienes idea de lo que haces conmigo? —susurró, tomándola por los hombros—. Me vuelves loco, ¿lo sabes?
Elena comenzó a llorar, pero no intentó soltarse. Lo abrazó con la misma fuerza con la que él la sujetaba, como si temiera que, si lo dejaba ir, se desvanecería para siempre.
Esa noche, mientras dormían abrazados en el suelo de la sala, ambos se dieron cuenta de que nunca podrían escapar el uno del otro. No porque no quisieran, sino porque no sabían cómo vivir de otra forma.
Habían confundido el amor con la obsesión, la pasión con la dependencia, y ahora estaban tan enredados que no podían distinguir dónde terminaba uno y comenzaba el otro.
No eran pareja. Eran dos almas atadas con nudos invisibles, demasiado apretados para desatar, pero demasiado frágiles para durar.

ESTÁS LEYENDO
RED OSCURA
Non-FictionRed Oscura es una colección de relatos breves que exploran los laberintos psicológicos de las relaciones tóxicas, donde el amor, la obsesión y el control se entrelazan en una danza peligrosa.