Era una anciana solitaria

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Nadie sabía su verdadero nombre.

 En el barrio la llamaban la Dama Negra, una figura que aparecía después del anochecer, siempre envuelta en un abrigo largo que ocultaba su cuerpo encorvado y sus manos temblorosas.

 Era una anciana solitaria, con ojos hundidos y piel como papel arrugado. A menudo se la veía mirando escaparates vacíos o caminando bajo la luz mortecina de los faroles.

Pero lo que nadie sabía era que cada noche, frente al espejo roto de su diminuto apartamento, ella se transformaba.

El ritual comenzaba con el lápiz labial. Era negro como el carbón y lo guardaba en una caja de madera tallada, oculta bajo su cama. Cuando lo deslizaba por sus labios marchitos, algo extraño ocurría. Las arrugas de su rostro se alisaban, su cabello gris recuperaba el brillo y el color de la juventud, y sus ojos opacos se tornaban de un verde brillante, profundo como un bosque en primavera.

Cuando la transformación terminaba, ya no era una anciana. Era una joven de una belleza inquietante, con curvas perfectas y una sonrisa que prometía secretos. Pero su mirada seguía siendo la misma: vieja, cansada, y cargada de un dolor que parecía eterno.

Esa noche, como tantas otras, salió a buscarlo.

En el bar de la esquina, la música era fuerte y las luces parpadeaban en tonos rojizos. Ella entró con paso firme, sus tacones resonando contra el suelo de madera. Todas las miradas se volvieron hacia ella. Era imposible ignorarla.

Un hombre se le acercó rápidamente. Era alto, con el cabello desordenado y un aire de confianza que bordeaba la arrogancia. Ella sonrió, y él quedó atrapado.

—¿Puedo invitarte algo? —preguntó él, inclinándose para que sus palabras llegaran a sus oídos entre el ruido.

Ella asintió, sus labios negros curvándose en una sonrisa lenta.

Hablaron durante un rato, pero ella apenas escuchaba. Observaba cómo sus ojos se fijaban en su boca, cómo sus manos temblaban levemente al sostener el vaso. Sabía que estaba perdido, y eso le producía una mezcla de satisfacción y tristeza.

Cuando el momento llegó, lo llevó fuera, a un callejón donde la luna apenas iluminaba el asfalto húmedo.

—Eres... diferente —murmuró él, acercándose.

Ella no dijo nada. Solo levantó el rostro y lo dejó acercarse.

El beso fue breve, pero ardiente. Sus labios negros se encontraron con los de él, y por un instante, sintió cómo su vida vibraba en su boca. Era como beber fuego, como tocar el sol.

Y luego, todo terminó.

El hombre cayó al suelo, sus ojos abiertos pero vacíos, su piel pálida como si algo hubiera drenado su esencia. Ella se arrodilló junto a él y acarició su rostro con ternura, como si quisiera disculparse.

—Lo siento —susurró, aunque sabía que no la escuchaba.

Cuando se levantó, notó que el efecto del lápiz labial comenzaba a desvanecerse. Sus manos se arrugaron, su cabello volvió a perder su color, y el dolor en sus articulaciones regresó como una tormenta. Era el precio que pagaba.

De camino a casa, recordó el pacto que había hecho años atrás. El deseo de recuperar su juventud, aunque fuera por unas horas, a cambio de vidas ajenas. Cada beso, una vida. Cada transformación, un recordatorio de que el tiempo siempre reclamaba su deuda.

Entró en su apartamento y se miró en el espejo roto. Su rostro volvió a ser el de una anciana, con ojos cargados de remordimiento. Se limpió los labios con un pañuelo, dejando una mancha negra que parecía una sombra.

—Uno más —se dijo a sí misma, aunque sabía que era mentira. Siempre había uno más.



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