La primera vez que vi a Mariana en mi consultorio, su apariencia no coincidía con lo que me habían descrito en el expediente.
Esperaba encontrarme con una joven retraída, quizá tímida, pero ella entró con la barbilla en alto y los labios tensos, como si cada paso que daba fuera una pequeña victoria. Sin embargo, sus ojos contaban otra historia: un desamparo cuidadosamente disfrazado.
—¿Por qué cree que estoy aquí? —me preguntó, cruzando los brazos. Su tono era casi desafiante.
—No lo sé. Eso lo decidirás tú. —respondí, adoptando el tono neutro que suelo usar para crear confianza.
Mariana suspiró y apartó la mirada. Durante los primeros minutos, sus respuestas fueron esquivas, rodeadas de silencios largos. Sin embargo, mencionó algo que captó mi atención: su hermana, Eva. Su voz cambió al nombrarla, adquiriendo una mezcla de amargura y admiración que no era fácil de desentrañar.
—Eva siempre fue la favorita —dijo con una sonrisa torcida—. De mamá, de los vecinos, de todos. Incluso de mí.
En las sesiones siguientes, Mariana empezó a desmenuzar su relación con Eva. Hablaba de su infancia como un campo de batalla en el que ella siempre había quedado relegada al segundo plano. Eva, según su relato, era la heroína de la historia, la que cargaba con las responsabilidades, la que brillaba. Mariana, en cambio, se veía a sí misma como una sombra, invisible e irrelevante.
Lo que me llamó la atención fue la intensidad con la que hablaba de Eva, como si su hermana fuera tanto el centro de su universo como la causa de su dolor. Cuando le pedí que describiera a Eva, usó palabras contradictorias: "perfecta," "opresiva," "brillante," "asfixiante." Cada adjetivo positivo venía acompañado de un filo cortante.
Un día, mientras hablábamos sobre un incidente con un pastel, Mariana soltó algo inquietante.
—No quería hacerle daño... no realmente. Solo quería que supiera lo que se siente ser vulnerable, estar fuera de control.Hice una pausa. ¿Quería hacerle daño? Sus palabras eran ambiguas, pero su tono no. Había algo profundamente inquietante en la forma en que lo dijo, como si estuviera revelando una verdad que no terminaba de aceptar.
A medida que las sesiones avanzaban, me di cuenta de que Mariana no solo resentía a Eva; estaba obsesionada con ella.
Eva no era solo una hermana mayor; era un ideal, un espejo en el que Mariana intentaba reflejarse y que, al fallar, la llenaba de una ira insoportable.
Cuando finalmente conocí a Eva, entendí por qué Mariana sentía lo que sentía. Eva era una presencia serena, casi magnética, pero llevaba consigo un agotamiento que parecía haberse incrustado en su piel.
—No sé cómo ayudarla —me dijo Eva en nuestra primera y única sesión—. Mariana me necesita, pero también me culpa por todo.Eva describió con detalle las pequeñas venganzas de Mariana: objetos desaparecidos, sabotajes en su vida personal, rumores que dañaban su reputación.
—A veces, siento que estoy criando a alguien que quiere destruirme.Hubo algo profundamente perturbador en su confesión. No era solo tristeza lo que Eva sentía; era miedo. Pero lo más desconcertante fue cuando admitió que, a pesar de todo, no podía dejar de amar a Mariana.
—Es mi hermana. No importa lo que haga, siempre la querré.Unos días después de esa sesión, recibí una llamada. Eva había dejado el departamento familiar y no había avisado a nadie, ni siquiera a Mariana. Cuando vi a Mariana en nuestra siguiente cita, su aspecto era diferente. Desaliñada, con ojeras profundas y una expresión que mezclaba furia y vacío.
—Ella me dejó —dijo sin preámbulos—. Pero no me importa. Al final, siempre vuelve.
Esa fue la última vez que vi a Mariana. Canceló las siguientes citas y dejó de responder a mis llamadas. Intenté localizarla varias veces, pero fue inútil. A veces, pienso en ella y en el reflejo roto que intentaba recomponer con cada sesión.
No sé si las hermanas volvieron a encontrarse, pero algo quedó claro para mí: Mariana no podía aceptar la ausencia de Eva porque, en el fondo, sin su hermana, no sabía quién era. La conexión entre ellas, tan distorsionada, era tanto una fuente de vida como de destrucción.
Al cerrar su expediente, no pude evitar pensar en la última frase que Mariana me dijo:
—A veces, para entender quién eres, tienes que destruir lo que más amas.*
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RED OSCURA
Non-FictionRed Oscura es una colección de relatos breves que exploran los laberintos psicológicos de las relaciones tóxicas, donde el amor, la obsesión y el control se entrelazan en una danza peligrosa.