El peso de sentir en un mundo oscuro

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Cada mañana, al abrir los ojos, Sofía sentía un tirón en el pecho, como si una cuerda invisible la anclara a la cama. 

Sus emociones eran como un río desbordado, imposible de contener: el amor por lo simple, la tristeza por lo inalcanzable, la rabia hacia lo injusto. Era una persona que sentía demasiado en un mundo donde la profundidad emocional parecía más una carga que una virtud.

Miraba por la ventana y observaba a las personas que cruzaban la calle, cada una inmersa en su pequeño universo. "Cada uno es un mundo," pensaba, pero no eran mundos de luz. 

Eran mundos oscuros, cerrados, donde las sonrisas escondían intenciones, y las palabras eran armas disfrazadas de cortesía.

Al salir a la calle, Sofía experimentaba una extraña dicotomía: un anhelo de conectar y un profundo temor a lo que encontraría en los demás. Había aprendido que la gente rara vez mostraba quién era realmente.

Un compañero de trabajo, siempre amable, podía destilar veneno en un grupo de chat privado. Una amiga cercana, que hablaba de apoyo y lealtad, se mostraba ausente cuando más la necesitaba. Cada interacción era como caminar en arenas movedizas: cuánto más intentaba entender, más se hundía.

—¿Por qué siento tanto, si al final todo parece tan frío? —se preguntaba al llegar a casa, agotada, como si el peso del día le hubiera arrancado pequeñas partes de sí misma.

Mientras se preparaba para dormir, Sofía reflexionaba sobre las interacciones del día. ¿Por qué la gente mentía con tanta facilidad? ¿Por qué los actos de bondad rara vez eran desinteresados? Pero lo que más le dolía era darse cuenta de que, a veces, también veía esos rasgos en ella misma.

—¿Será que todos estamos destinados a ser oscuros? —murmuraba en voz baja.

En el fondo, sabía que no era inmune. Había manipulado para protegerse, había mentido para evitar el rechazo, y había ignorado el dolor ajeno cuando era más fácil mirar hacia otro lado.

 Cada día enfrentaba el dilema de ser auténtica o construir una máscara para protegerse. Podía elegir sentir menos, ser más fría, más calculadora. Pero cada vez que lo intentaba, algo en ella se rompía.

—No quiero convertirme en lo que detesto —se repetía.

Sin embargo, la realidad era implacable. La mayoría de las personas no quería conectar, solo sobrevivir. El amor se negociaba como una moneda, la amistad se medía en conveniencia, y la honestidad era un lujo que pocos podían permitirse.






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