Fragmentos (Susy 2)

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El teléfono de la habitación comenzó a sonar, un sonido áspero y estridente que cortó el denso silencio. Susy lo miró fijamente, como si fuera una criatura viva que podría atacarla en cualquier momento. La tentación de ignorarlo fue fuerte, pero algo en su interior le dijo que debía responder.

Descolgó con manos temblorosas, llevándose el auricular al oído.

—Susy, sabemos dónde estás.

Esa voz. Grave, controlada, familiar. Era él.

Soltó el teléfono, que cayó con un ruido seco sobre la moqueta desgastada. El eco de esas palabras se propagó por su mente como una ola helada. La necesidad de moverse, de correr, la atravesó con una intensidad paralizante, pero sus piernas no respondieron.

La imagen del hombre apareció en su cabeza, más clara que nunca.

  Raúl. Su mentor, su amigo, su... ¿Verdugo? Había confiado en él durante años, hasta que empezó a notar las grietas en su fachada. Al principio, eran pequeños detalles: miradas que se demoraban demasiado, comentarios ambiguos sobre su vida personal. Pero luego llegaron los correos fuera de horario, las visitas inesperadas, las amenazas veladas disfrazadas de consejos profesionales.

Raúl había sido su jefe en la clínica psiquiátrica, el hombre que le había prometido una brillante carrera. Pero ahora, cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro distorsionado por la ira, su voz rugiendo como un eco interminable: "¿Crees que puedes irte así nada más? ¿Que puedes dejar todo atrás?"

Un golpe seco en la puerta la arrancó de sus pensamientos.

—¡Abre, Susy! —exigió una voz masculina al otro lado.

Retrocedió lentamente, sus pies tropezando con los bordes de la alfombra. Era él. Había llegado.

En ese momento, la cuna apareció en su mente con una claridad dolorosa. El niño llorando, sus manitas agitándose en el aire. Ella lo había cargado, sintiendo su peso ligero y frágil, mientras su corazón se aceleraba por el miedo. El rostro del niño seguía siendo una incógnita, pero la sensación de sostenerlo era inconfundible.

El recuerdo cobró vida:

Ella corriendo hacia la furgoneta, el niño en brazos, mientras alguien gritaba desde la entrada de la casa.
Raúl, de pie bajo el umbral, con los ojos inyectados de furia.
"¡No puedes llevarte a mi hijo!"

El aire se volvió más pesado. ¿Hijo? ¿De Raúl? La duda la golpeó como un relámpago. Algo no cuadraba. No tenía sentido. Ella no habría... o tal vez sí.

Sabía que los recuerdos podían mentir, distorsionarse bajo la presión del trauma. Lo había visto en sus pacientes. Ahora lo sentía en carne propia.

Otro golpe en la puerta. Más fuerte esta vez.

—Susy, abre la puerta, o entraré yo mismo.

La voz estaba cargada de una calma peligrosa, como la pausa antes de un terremoto. Susy retrocedió hasta el rincón más alejado de la habitación, sus ojos buscando algo, cualquier cosa, para defenderse.

 En el escritorio, un abrecartas oxidado llamó su atención. Lo tomó con dedos temblorosos, sintiendo su peso insignificante en la mano.

No estaba segura de lo que había hecho. Pero sí sabía una cosa: Raúl no debía entrar.


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