Los ojos de Gladis

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Gladis siempre llamaba la atención. Era imposible ignorarla: cabello dorado que caía en cascadas perfectas, una piel tan impecable que parecía de porcelana, y esos ojos verdes que capturaban y devoraban cada alma que se cruzaba con ellos. Era un imán en cualquier lugar al que fuera, pero nadie podía sostenerle la mirada demasiado tiempo.

Había algo extraño en esos ojos. Aunque brillaban como esmeraldas, a ratos se vaciaban, como si se desconectaran del mundo. Una desconexión tan absoluta que ponía nervioso a quien la viera, aunque solo fuera por unos segundos.

En el bar donde trabajaba, los hombres competían por su atención. Le dedicaban piropos, le compraban tragos y la llenaban de cumplidos que siempre respondía con una sonrisa cuidadosamente calculada. Cada gesto suyo era un performance, una obra diseñada para mantener la ilusión de perfección.

Pero detrás de esa sonrisa, Gladis sentía un hueco.

Al final de la noche, cuando el bar cerraba, se quedaba sola para limpiar. Las risas y las luces del lugar se desvanecían, y con ellas, la fachada que había construido durante horas. Era en esos momentos de silencio cuando el vacío regresaba, profundo e implacable.

Aquella noche, mientras recogía los vasos rotos de una mesa, notó algo extraño. Un hombre seguía sentado en la esquina, observándola. No era como los demás. No sonreía, no bebía, no se esforzaba por llamar su atención. Simplemente estaba ahí, mirándola fijamente, como si intentara descifrar algo.

Gladis intentó ignorarlo, pero su presencia se le clavaba en la piel. Finalmente, dejó los vasos en la barra y caminó hacia él.

—El bar ya cerró —dijo, con su tono más dulce.

El hombre no respondió de inmediato. Solo ladeó la cabeza, como si estuviera examinando un cuadro en un museo.

—Tus ojos son fascinantes —dijo al fin.

Gladis soltó una risa ligera, la que usaba para romper tensiones incómodas. Pero por dentro, su estómago se tensó. Había algo en su voz que le resultaba distinto, menos fácil de manipular.

—Gracias —respondió. Luego añadió con un toque de coquetería—. Aunque no deberías quedarte tanto rato mirándolos, podrían atraparte.

El hombre sonrió, pero no de la forma que esperaba. No era una sonrisa encantada; era fría, distante, como si entendiera algo que ella no.

—Ya lo hicieron. Pero lo curioso es que no hay nada ahí.

Gladis sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—No entiendo a qué te refieres.

—Tus ojos —continuó él, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Son como ventanas rotas. Desde lejos parecen perfectos, pero cuando te acercas, te das cuenta de que no hay nada detrás. Solo vacío.

Por primera vez en años, Gladis no supo qué decir. Su sonrisa se desvaneció, y por un momento, no pudo evitar sostenerle la mirada.

Lo que vio en sus propios reflejos la aterrorizó.

Era cierto.

El hombre se levantó, dejándole una generosa propina sobre la mesa. Antes de salir, se detuvo en la puerta y le lanzó una última mirada.

—Cuídate, Gladis. Vacíos como el tuyo suelen devorar a las personas desde adentro.

Cuando se quedó sola, miró su reflejo en la ventana. Por primera vez, notó el temblor en sus manos. 


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