Arabian nights

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La ciudad de Al-Ashura se extendía como un espejismo eterno sobre el desierto, una mancha de colores caóticos en medio del dorado infinito. Las murallas reflejaban la luz del sol en destellos casi cegadores, y los minaretes se elevaban orgullosos hacia un cielo que parecía a punto de incendiarse. Por sus calles, estrechas y sinuosas como serpientes, se respiraba una mezcla embriagadora de especias: cardamomo, azafrán, canela, y el dulce aroma del dátil recién cosechado. Las voces de los comerciantes competían con la música de laúdes, tambores y risas pasajeras de quienes vivían al filo del peligro y la fiesta. Para Zoro, ese lugar era la perfecta definición de un caos con encanto —lo odiaba casi tanto como lo necesitaba.

Zoro Roronoa, un hombre de hombros anchos y expresión cortante, avanzaba entre la multitud abriéndose paso como una daga entre telas finas. Sus espadas colgaban de su cadera, brillando bajo los rayos del sol como una advertencia silenciosa: no tocar. Su mirada, fría y alerta, rastreaba cada rincón en busca de indicios del tesoro que lo había llevado hasta allí: la mítica Cámara del Oasis, una tumba perdida bajo las dunas que, según las leyendas, solo se abriría frente a "un corazón cuya valía superara al oro mismo".

Zoro no creía en cuentos. Creía en oro. En botín real.
Pero había aprendido que, a veces, la fantasía era la grieta exacta por donde se dejaba ver la verdad.

La gente se apartaba de su camino. Era evidente que no era de allí. Y, francamente, él tampoco pretendía integrarse. Lo único que le importaba eran sus mapas, su objetivo... y que nadie le robara mientras buscaba.

Fue entonces cuando lo vio.

Un destello de rojo, una sonrisa descarada, una velocidad casi desafiante a la lógica. Un chico joven, moreno, con el brillo del sol en la piel y la arrogancia incrustada en el gesto. Caminaba como si cada baldosa de la ciudad le perteneciera, como si todos debieran rendirse a su paso. Y sin embargo, vestía ropa desgastada... rota en los bordes. Un rey sin reino, pensó Zoro sin querer.

El muchacho se acercó a un puesto de pan. No pidió. No negoció.
Simplemente tomó.

Sus dedos fueron tan rápidos como su sonrisa traviesa.

El pan desapareció. El panadero gritó. Y el chico, en lugar de huir con discreción, dio un bocado lento y exagerado, saboreando el sabor del delito con los ojos cerrados.

—¡Tú! ¡Ladrón! —bramó un guardia tras verlo.

En un parpadeo, el chico giró, tomó la espada del guardia, y le guiñó un ojo como si aquello fuera parte de un espectáculo planeado.

—Gracias por prestármela— dijo con descaro—. Aunque... no creo devolvértela.

Y se largó corriendo, riendo como un demonio feliz.

Zoro frunció el ceño.
Ese tipo de gente era exactamente la que complicaba su vida.

Y aun así...

Sus pies ya lo estaban siguiendo.

El chico no parecía sorprenderse al ver a Zoro bloqueándole el paso cuando dobló por un callejón estrecho.

—Wow —dijo alzando una ceja con una mezcla de diversión e interés—. Un camello musculoso con espadas. ¿Qué clase de mascota de circo eres?

Zoro gruñó.

—Devuelve la espada.

El chico rió con una confianza inmerecida.

—¿Y si no quiero?

One Zolu ShotsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora