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EL Indulto

II

Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de dormir; vestíamos luego y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos "capachos" de acero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas...
Madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús, lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras piernas: pisaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién "sacados", amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba desde su rincón, entrabado, el "Carmelo", y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo bajo, comentarios, sobre la actitud poco gentil del petulante.

Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral "el Pelado", un pollón sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diez y siete años, flacos y golosos. Pero "el Pelado", a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día mientras la paz era en el corral, y los otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y roto varias piezas de nuestra limitada vajilla.

En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y, cuando mi padre supo sus fechorías, dijo, pausadamente:
-Nos lo comeremos el domingo...
Defendiólo mi tercer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crias espléndidas. Agregó que desde que había llegado el ":Carmelo" todos miraban mal al "Pelado", que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.
-¿Cómo no matan -decía en su defensa del gallo- a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen la mala suerte...?
Se adujo razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que hubiese muerto al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas, con sus alas de abanico, eran la nota blanca,, subíanse a la cornisa a conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlos a sus polluelos.

El pobre "Pelado" estaba condenado. Mis hermanos pidieron que se le perdonase; pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya perdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente, y dijo:
-No llores; no nos lo comeremos...


El Caballero Carmelo y otros cuentos peruanosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora