La tragedia en una redoma

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  BAJO la luz roja del quinqué, hablaba yo con «Aquel» que vive dentro de mí, de esta
manera:
—Necesito un cuento —le dije.
—Mi querido Valdelomar —repuso «Aquél»—, voy a relatarle el que he visto...
Tu hermano te trajo, desde la fecunda lejanía del Madre de Dios, junto con la
tortuga «Cleopatra» de que te hablara el otro día, unas flechas de chonta, vistosos
collares de huesecillos, ricos atavíos de las Tahís montañeses y además, un mono...
Yo no he tratado muy de cerca a los monos, de quienes sólo tengo referencias por
Rudyard Kipling, quien los agrupa bajo el mote despectivo y genérico de los
«vanderloog». Si bien es cierto que creía todo lo que de ellos apunta el poeta inglés,
jamás mi alma fue enturbiada por la más leve aversión a tan ágiles pre-hombres, ya
que los monos no son en el fondo sino trogloditas retardados. El mono de hoy será el
sabio de mañana, así como el catedrático de hoy no es sino el mono de ayer...
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —le interrumpí...
—¡Además —siguió diciendo «Aquél»—, este mono pequeño y juguetón parecía
conducirse tan bien! Sus mayores audacias eran subírseme al hombro por el codo,
coger con delicado gesto furtivo una aceituna a la hora del refectorio, trepar a los
muebles, cazar moscas y mirarse en el espejo. Cosas inofensivas y muy humanas,
como ves.
Nuestra zoología doméstica la componen unas ocho gallinas alharaqueras, unos
pollos enclenques y vivaces, un perro plebeyo y muy querido que lleva el romántico
nombre de «Capulí», una lora que tiene mutismos parlamentarios, dos líricos
jilgueros, y a más de una que otra pulga casera, tres pececillos de colores en una azul
redoma, que cuentan hoy entre los seres del martirologio acuático. Eran los tales,
purpúreos, finos, inquietos, breves, austeros en el yantar, infantiles en su holganza,
felices en redoma donde una hoja verde de lechuga servíales de artesonado y de
platón...
«Aquél» continuó:
—Los tres pececillos y el mono «Kaiser» —que así se llama el ladino— son los
dos polos de una tragedia tan pavorosa como la sombra que la protegió. No
justamente una tragedia a lo D'Annunzio, sino a lo Dante. Varias veces, mientras tú
escribías en un extremo vi que el mono se acercaba a la redoma azul que decoraba el
centro de la mesa del comedor, observando detenidamente la vida de los peces.
Pronto comprendí que los pececillos eran una preocupación de «Kaiser». Un día
intentó meter en la redoma sus finos dedos largos. Otro, constaté que antes de
acercarse a ellos, observaba si le veían. Más tarde lo vi alejarse furtivo y de prisa, y
por fin una noche, al volver del cinema, le sorprendí con tremenda panza hidrópica, pues había intentado beberse toda el agua, para, dejando en seco a sus víctimas, tenerlas a su grado y merced. Sus sentimientos, pues, respecto de los animalillos estaban con esa actitud, perfectamente definidos...

Desde aquel día te insinué la idea de que le encadenaran y así estuviera aún, si
una piadosa mano infantil no le devolviera la libertad. Libre, comenzó a adularte.
Mirábate, sonreía; trepado sobre tu hombro, acariciaba tus cobrizos carrillos gordos,
redondos y brillantes, y delante de ti pasaba repetidas veces cerca de la redoma
haciendo ostentación de su desdén hacia los peces, sin dignarse mirar al infeliz
terceto de la piscina.
A tal punto hizo gala de su desdén, que yo perdí todo cuidado y te ordené que no
se volviera a coactar su libertad. Era dueño y señor de la casa, y hasta llegué a
tomarle cariño. Frívolo, ágil, gracioso y sonriente, parecía criado en Mercaderes.
Parecía un «entalladito» universitario y linfático. Su poder de asimilación me
maravillaba. Cuando yo, en las noches, delante de mi caballete, me ponía a dibujar,
colocábase en tu hombro, y mirando detenidamente mi labor, parecía asentir con la
cabeza, a cada trazo como si quiera expresarme: —«Anda, mi señor; qué bien está la
nariz esa. ¡Tú dibujas mejor que Málaga Grenet[8]!»— y como el orgullo es la puerta
de entrada al fuerte del humano corazón, yo concluí por buscar a «Kaiser» cuando
había menester de hacer mi intelectual tarea...
—Es curioso —dije.
«Aquél» repuso:
—¡Ah, condesito! ¡No confíes en los monos! Son serviles, aduladores, solícitos,
graciosos, inteligentes y embusteros. Sin erudición, poseen la mágica virtud de
ciertos secretos que por insignificantes te son desconocidos. Tú puedes evitar el
ataque del león que te asalta de frente y en despoblado; puedes esperar el ataque del
mugiente toro, del boa espirálico y envolvente; son fuerzas que ves y percibes para la
defensa. Pero ¿quién se detiene a pensar que el perrillo que ladra lastimero puede
dejar la hidrofobia junto con el mordisco en la redonda pierna, o que la mezquina rata
deje la peste en una pulga que te pica sorpresiva y anónima, o que el mono pueril
pueda hacer perjuicio y desperfecto? «Kaiser» era el más villano de los simios. Era
un «vanderloog». Adulándome, rumiaba una pasión salvaje. Una tarde salimos,
pasada la oración. El mono había estado más galante que nunca. Para él la vida giraba
alrededor de la caricia que pudiera dispensarle tu mano pulcra. Acompañonos hasta la
puerta y al marcharnos sus ojos brillaron extrañamente. Occiduo, el sol doraba los
árboles, y mi imaginación volando en las nubes crepusculares olvidó bien pronto a
«Kaiser».
Aunque billinghurista —que lo soy— conservo algunos amigos. Era domingo.
Encamineme a Chucuito, donde junto a las olas, en una casa de limpio maderamen, como en una Caja de Ahorros tengo algunos afectos. Cebé mi espíritu con la visión marina, puse en la caserina de mi fantasía los cinco tiros de cinco sonetos, curé mi cansancio, laxé mis nervios, aspiré el yodo, reposé en la arena mórbida; di a tu lenguaje media hora de locuacidad y de recreo, paladée un cocktail, vi las pupilas de los barcos rielar en las obscuras aguas, narré viajes, hablé de lejanos días confortables y volvimos a la capital con los zapatos deslustrados y el alma plácida y transparente.

Al siguiente día, muy de mañana, extrañé el jovial escarceo del mono en mi
velador. ¿Por qué pensaba yo en el mono? El corazón es el termómetro de los
sentimientos, el regulador de la vida, profeta rítmico de sucesos, especie de
telesismógrafo de siniestros acaecimientos. Quisiste dormir, pero él te decía con
insistencia, presionándote desde la arteria aorta: ¡Hombre necio, levanta!... ¡Levanta,
que algo grave te espera!
Cogiste tu robe de chambre y salimos del dormitorio.
La luz indecisa del amanecer tamizaba las poltronas y los cuadros del salón.
Todos dormían aún. Entramos al comedor. En la penumbra brillaban vagamente
copas, garrafas, jícaras. En el centro de la mesa sentimos como un suspiro
desfallecido y el tac-tac-tac de agua que cae sobre el piso, isócronamente.
¿Qué vimos? ¿Recuerdas? ¿Qué vimos espantados? ¿Qué ráfaga cegadora cruzó
por nuestra mente? ¡Ah! ¡Si hubieras tenido en el bolsillo de tu bata de seda gris, en
vez de un pañuelo, un revólver cargado con siete tiros! Sobre la mesa y en el centro
do estaba la redoma yacía «Kaiser» exánime; junto a él, decapitados y fríos, los
cuerpos inertes de los tres pececillos de púrpura, el agua derramada como sangre en
la sobremesa, y rodeándolo todo, el silencio helado y elocuente que sigue a toda
lucha de exterminación. «Kaiser», «Kaiser», el mono diminuto que apuntaba mis
dibujos, había acechado tus pasos para vengarse. Pero en el pescado llevó el castigo.
Todo delito se purga y el de «Kaiser» se purgó también.
Diste voces de alarma a los criados, volviste al lecho y por la tarde en la comida
cuando se trató de regalar a «Kaiser», tras una breve lucha íntima, le defendí. Tuve el
cinismo de dictarte disculpas; encontré excusas ingeniosas y «Kaiser» se quedó en la
casa. Después de todo, pensé, los pececillos han muerto injustamente, es verdad; pero
ellos jamás se dieron cuenta de que yo por las noches, dibujaba... ¿No te parece,
Valdelomar?
«Aquél» callose.
—Efectivamente —le dije—. Bien puede ser éste un cuento d'après nature.
La redoma sirve ahora, con un poco de algodón de rama, para que duerma
«Kaiser», el pequeño mono, el sabio animal, el objeto de nuestra estimación
acendrada.  

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