Parte sin título 57

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En el cielo. San Gabriel y el EternoVI


–Además, Voluntad Infinita, ya sabéis que aquel justo varón, Thelme, aquella alma toda bondad que era nuestro orgullo, ha desaparecido... Y aquel otro, el de la Abadía, el que entró tan viejo, el más fiel servidor...

El arcángel no puede continuar. Un emisario con grandes alas blancas y las manos beatíficamente unidas, en manera gótica, modelo de Fra Angélico, avanza hasta los pies del Infinito. Se le nota una gran agitación. Su cuerpecillo blanco tiembla y ha palidecido su cara de pétalos de rosa:

–Bondad Infinita, Principio y Fin de todas las cosas, Alfa y Omega, Rey de los cielos y de las alturas, de los hombres, de las almas y de las cosas...

–¡Habla!...

–Aquel hombre, el de Marte, el que entró junto con San Luis; aquél que parecía tan bueno...

–¿Qué?...

–Ha desaparecido...

Aquello era grave. Una evasión. Ni en los tiempos de Lutero. Decididamente, la humanidad se desviaba. Los ministros del Señor perdonaban demasiado, ofrecían mucho, o no tenían carácter. El cielo se iba volviendo un club liberal. Era necesario un remedio inmediato. En el Olimpo no había nada de eso. Allí las almas no se cansaban nunca. El paraíso de los chinos tenía campos fecundos, arrozales verdes, paisajes azules. Mahoma ofrecía festines, música, mujeres. Los hijos de Moisés, en cambio, apenas tenían un vago recuerdo de la tierra prometida y en el cielo tenían por toda felicidad, música de órganos, kiries lánguidos, oraciones beatíficas, estados de alma alejados de toda cosa terrena o corporal y un amor intenso e indominable por todos los demás. Las mansiones angélicas tenían una paz monótona, una bondad insensible. Todos eran buenos y aquello era intolerable. Música de Palestrina, cuadros de Fra Angélico y de Murillo. En la biblioteca, Kempis, San Agustín, la Biblia. Aquello era una especie de convento.

Inocencio X, que por milagro de Dios estaba en el cielo, dejó escapar algunas ideas. Sin duda alguna -dijo- allí faltaba el desnudo pagano, la fiesta islámica, la fecundidad de Confucio y Osiris, la tiranía de los asirios...

–El cielo, a mi católico entender, Voluntad Infinita, llega a cansar a nuestros hermanos. Convendría que no estuviesen separados en distintas regiones los hombres de las mujeres, ni las mujeres de los niños, ni los niños de los jóvenes, ni los jóvenes de los hombres...

–Pero entonces, Inocencio, quieres que esto se lo lleve... Si ya no tienen cuerpos, si les suprimo la carne, ¿por qué tienen apetitos?

–Porque son tan redomados pillastres, Omnipotencia, que han llegado a ser espirituales. Sus apetitos residen ahora en el alma. El amor ya no es en el mundo un deseo, Divino Eterno Arquitecto, sino una idea...

–Pero son incorregibles -arguyó el Eterno arreglándose la paloma y el triángulo-. Un nuevo diluvio no les vendría mal. Amor, amor... ¿hasta cuándo amor?

–Es que nosotros, Omnipotencia, estamos ya, si se puede decir, un poco viejos. Amor, amor, esta palabra no debió ponerse en el corazón de los hombres... Amor habrá hasta que terminen los siglos, y para eso hay que esperar...

–Pues bien, para reemplazar a los que se han marchado, permite entrar hoy a todo el que venga; pero sólo por hoy. Hay que llenar esas vacantes...

–Amén, Sabiduría...

Ruido de alas blancas como crujir de sedas. Gabriel se pierde en el azul...


El Caballero Carmelo y otros cuentos peruanosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora