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Los días
III

Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y toma por la calle del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña, donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del Poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar la húmeda orilla,
Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a la izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada vigilan, de trecho en trecho, como centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los "toñuces" siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno "la hierba del alacrán", verde y jugosa al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.
Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombra a los hogares, tan plácida y fresca, que parece que no fueran malditas del buen Dios o que su maldición hubiera caducado; que bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor y todas sus flores dan frutos que al madurar revientan.

En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levantábase las casuchas de frágil caña y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan; limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme, a la puerta el bote pescador con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yacen con su muda y simbólica majestad, el timón grácil, la calabaza que "achica" el agua de mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano corcho.

En las horas del medio día, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo: sus toscos dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo la nave; saltan al sol, como chispas, las escamas y el perro husmea en los despojos.
Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballena, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule un remo, la moza fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos extraños.

Junto al bote, duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo, embriagado por la brisa caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies, de redondos dedos, piérdense, como escamas, las diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso de Dios ha puesto sobre el mundo.

Por las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo, las gentes de San Andrés. Los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego, en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos; como en la edad feliz del Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacamac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la Fe en el sencillo espíritu.

Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comadronas rozagantes muchachos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a manejar los botes de piquete que zozobrando en las olas, les enseñaban a domeñar la marina furia.

Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco unía a las parejas, que formaban un nuevo nido, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles, las horas; filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y al crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin Fe, lamentándose siempre el perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas, y solas...

El Caballero Carmelo y otros cuentos peruanosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora