Parte sin título 33

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II

Se crió a nuestro lado como un hermano mayor. Le queríamos porque nos hacía buquecitos, gallos de papel, balsas con los viejos maderos que arrojaba el mar, y hondas de cáñamo. Por las tardes íbamos juntos a pescar y a la caída del sol volvíamos con las cestas de las cuales pendían por las agallas rojas, las plateadas mojarrillas, las chitas de vientres blancos, y a veces ciertos peces raros, deformes y babosos.

Los domingos, todos cuatro hermanos, íbamos con Manuel a cazar con hondas de jebe, en el bosquecillo de toñuces y pájarobobos que se extendía tras de la factoría calaminada, en aquel camino sombreado y fresco, abovedado y sinuoso que conducía al abrevadero, donde al atardecer iban a saciarse las yuntas de los campesinos, los jumentos lanudos de los pescadores y los transidos caballos de los caminantes. En las espesas copas de los sauces que bordeaban el remanso se detenían bandadas de aves confiadas, que se espiojaban al sol; cantaban alegremente, extrañas del todo a la acechanza de la honda cuyo proyectil las sorprendía en plena felicidad. Heridas intentaban volar, pero al fin, desplomábanse y caían a tierra redondas, inanimadas, perpendiculares y graves como frutos maduros.

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Volvimos a casa, al atardecer, cuando el sol hundía enorme y rojo en el horizonte, con algunas tórtolas, algunos gorriones y una que otra ave marina que por curiosidad se aventuraba hasta aquellas arboledas tranquilas, bajo cuyas frondas acechaba la muerte.


El Caballero Carmelo y otros cuentos peruanosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora