Parte sin título 30

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IV

Caminamos mudos, sobre un sendero, nuestras pisadas producían un extraño sonido sobre las hojas secas que huían arrebatadas a nuestros pies, por el viento. Llegamos al puerto. Isabel, fija la vista en el mar, cogida del brazo de mi padre temblaba, castañeábanle los dientes y a cada instante repetía como poseída:

–¡Más de prisa, más de prisa, allí está el buque negro; más de prisa por Dios!...

Por fin, al llegar al puerto vimos algunas gentes que huían raudas de las "paracas", que desplegaba los vestidos y arrebataba los sombreros. Algunos niños corrían cogidos de las manos de sus padres.

La paraca arreciaba. Cuando desembocamos en la plazoleta para llegar a la casa, el viento era tan fuerte que parecía detenernos.

La plazuela pedregosa estaba abandonada. Habíamos dejado de ver el mar, y al llegar a la bocacalle de la cual volvía a verse, Isabel se puso de frente y dio un grito espantoso.

–¡Se va, se va! ¡El buque negro se va...!

¡Se iba! Lo vimos todos claramente. Una columna de humo se deshilachaba en el fondo ocre del cielo. Eran las seis. La paraca había calmado. Las piedras estaban todas amarillas y todo cubierto por el guano que la paraca traía de las islas lejanas.

Todo estaba amarillo, amarillo.

¡Las casas, el cielo, el mar, la tierra! ¡Qué desolación infinita!

El buque negro se fue. Borróse en el confín lejano. Cayó el sol rojo muy grande, sobre el mar. Desfallecida, casi insensible, hablando entrecortadamente, acostaron a Isabel, en casa.

Y sobre aquel día extraño, cayó la noche negra y piadosa, mientras sobre el mar parpadeaban amarillentas luces, como fuegos fatuos, y en la orilla, las piedras, al golpe de las olas, producían un tosco ruido de huesos...

17 de agosto de 1913.

(Almanaque de La Prensa, 1917.)



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