Parte sin título 40

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IX

Al día siguiente volvimos a la ciudad, llegamos a las seis de la tarde. Dejamos los caballos y notó mi madre que ninguno de los parientes sonreía siquiera y si lo hacía era venciendo un gesto sombrío.

–¿Qué ha pasado? –preguntaba mi madre– Algo ha pasado que ustedes no me quieren decir.

– ¡Nada, nada ha pasado!

A poco salió una de mis tías con los ojos enrojecidos. Sobresaltados interrogaban todos y nadie se atrevía a decir la verdad. Salí yo a buscar a mis primos, los muchachos; y me dijeron todos con una crueldad infantil:

–¡Manuel se ha matado!

Solté a llorar y fui en busca de mi madre. Manuel se había matado, la víspera, después de volver de la Hacienda.

Por la noche fueron a verle mis hermanos, a nosotros no nos permitieron siquiera saber los detalles de su muerte. Pero al día siguiente fuimos a dejarlo en el Cementerio. ¡Ah, pobre amigo nuestro! En el Cementerio no querían dar permiso para enterrarlo. ¡Cuántas cosas hicieron para que la piedad cristiana abriera las puertas de la última morada a aquel infeliz que había muerto de dolor, y que había sido tan bueno en la vida!

Muy temprano, salió de Ica un pequeño convoy y en él pusieron el cajón de nuestro querido muerto, subimos nosotros y el tren se puso en marcha. Un cuarto de hora después se detenía frente al Cementerio; llegamos a él; iba cargado por uno de mis hermanos y tres parientes, y nosotros, con el sombrero en la mano, seguimos el triste cortejo. En la puerta, formada con dos pilastras, Adán y Eva, en sus estatuas rotas, miraban impasibles. Entramos en el enarenado cementerio, un hombrecillo sucio, con un badilejo en una mano y una caja de cemento en otra, nos precedía. No hubo sacerdote, para el pobre Manuel. Metieron la caja negra en el nicho, cubrióla indiferente el sepulturero y pusieron en la pared húmeda, su nombre y la fecha. Mis hermanos hicieron una cruz de caña y la colocaron al pie del nicho, y terminó todo.

Volvimos por los cuarteles, llenos de arena del cementerio, sin decir palabra, llorando los del cortejo, que eran jóvenes casi todos, atravesamos el arenal para tomar el tren, que ya volvía sin Manuel, a quien nunca más volveríamos a ver en el Mundo.

Al día siguiente llegamos a Pisco y por mucho tiempo, la tristeza tendió sus alas sobre nuestra casa.

Quien llegue a Pisco, y vea el faro del muelle, quien lo vea de noche, alumbrando pobremente con su luz, guía de barcos perdidos y de botes desorientados y de náufragos, cuya luz se quiebra en las aguas, recuerde a ese espíritu triste, de melancolía infinita, de aldeano amor, poeta de sus dolores íntimos; recuerde a Manuel, perdónele, y trate de oír, en el murmullo de las aguas que se debaten bajo el muelle en las tinieblas de la noche, aquel sencillo verso del amigo sepulto:

En su ventana moría el sol

y abajo, lento, cantaba el mar;

y ella reía llena de amor

rubia del oro crepuscular...

No volvió nunca mi pobre amor

yo desde lejos la vi pasar;

todas las tardes moría el sol

y su ventana no se abrió más...

¡y su ventana no se abrió más!


El Caballero Carmelo y otros cuentos peruanosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora