ASÍ comienza esta hoja del diario del señor Garatúa:
«Yo soy una excepción de la vida ciudadana en el Perú. Soy tal vez el único
hombre que ignora la placidez deliciosa que produce la posición de esta palabra:
Destino. La frase: estoy destinado es la primera vez que la escribo. Oigo a mis
conciudadanos con frecuencia quejarse del Destino. Qué haría, cuánto he hecho y lo
que me espera hacer para adueñarme al fin de esta fatídica palabra. Entre los griegos,
el destino es una cosa intangible. Algo que no se puede agarrar. Los griegos tenían
razón. Para mí, por ejemplo, el destino ha sido griego del todo. Entre nosotros la
palabra destino tiene una otra significación: tanto de sueldo por no trabajar. La
originalidad de mi país me sugiere este hondo pensamiento que es una ley social:
Trabaja por conseguir un destino para que no trabajes.
Yo no sé, en verdad, por qué el destino griego me azota, y el destino criollo me
huye. Tal vez porque les voy siempre en pos. ¿Por qué no me he destinado yo nunca?
No por incapacidad, ciertamente; ni por negligencia, ni por falta de deseo. Yo he sido
Guadalupano. En el colegio de la calle de la Chacarilla me saqué siempre los
primeros premios. Conozco el latín con pequeñas reticencias. No podré traducir a
Marcial, pero entiendo, buscando las raíces, una que otra frase en el Congreso. Yo no
me explico por qué se me condena a morir de inanición. Tengo buenos amigos; visto
con notable discreción; soy parco en opinar; uso anteojos con cinta; cuando estoy
cerca de algún personaje opino, con voz fuerte, con cosas gratas a su oído; leo y
hablo tres idiomas; uso corbatas negras; me baño cotidianamente; me tuteo con
algunos altos empleados de la administración; no bebo en público; no soy austero en
privado; pertenezco a un partido político; asisto a todos los banquetes de todos mis
conciudadanos; a veces paseo por el centro con jefes de partidos; con ex ministros,diputados.Un día me atreví a salir con un fraile, ¿por qué? ¡Porque yo no consigo destino!
Mi vida es un continuo tormento. Sobre todo estos trágicos días de cambio de
gobierno. Cuando salgo por el centro, y mentalmente sonrío ante la idea de que la
tarjeta de recomendación que llevo sea eficaz, cuando mi almita se recrea y mi
estómago se refocila con tales posibilidades, llega un amigo y me dice así sin
miramientos:
—Cholo, ¿sabes lo que ha pasado? ¿No sabes?
—No —digo temblando.
—Tijero, hijo. ¿Te acuerdas de Tijero? Un imbécil. Pues lo acaban de nombrar
jefe de la mesa de partes.
Y cada noticia de éstas es un frasco de veneno para mi alma. Hay noches en que
la vigilia me sostiene y me tortura. En las largas horas, entre las sábanas hostiles de
mi pequeño lecho, sueño muchas veces con estar destinado. Sería un empleado
modelo. Mi ideal por ahora consiste en la secretaría del Ministerio de Justicia. Yo me
pondría todos los días mi chaquet ribeteado, mis guantes palúdicos, mi corbata con
estremecimientos de plata, mis botines a dos colores, transigiría en el peinado de raya
al medio, hasta me puliría las uñas. Iría a la oficina a la una de la tarde. Saludaría
amablemente al portero, sería bondadoso y afable con todos los solicitantes, y cuando
el ambiente anunciara la proximidad de su señoría, cuando todos los empleados se
secreteasen y por el estremecimiento de la voz lánguida comprendiera que el ministro
llegaba, saldría hasta la puerta y con una genuflexión palatina y grave, pero
alborozada y discreta, saludaría al ministro. ¡Ah!, pero éstos son sueños. Me acuerdo
que, cuando Billinghurst, tuve muy buenos amigos. Llegué a congeniar hasta con
Casaretto, me saludaba con un señor Reyes que llegó a superintendente de aduanas,
tomaba el cocktail con Valdelomar en el Palais Concert, comía con Manuelito
Químper, me relacioné con Paz Soldán, pero a la hora de los moros me quedé sin
destino. Yo habría sido feliz con una comisaría rural en un valle de la montaña, con
una capitanía de puerto, con un demonio. Cuando iba a hablarles a mis amigos
pudientes:
—Sabe usted —les decía—, que ha vacado la subprefectura de Ayabaca. Yo
quisiera que usted le hablase al presidente; usted tiene una gran influencia. Yo lo sé
—y remarcaba yo lo sé—; usted hace lo que quiere en palacio... el presidente lo
escucha a usted...
Y todos me respondían:
—Una subprefectura, ¿está usted loco, Garatúa?... ¿Usted en una subprefectura?
... Sería perderse. Usted debe pedir un puesto en el extranjero... pida un puesto de
cónsul, una secretaría... La gente no le saludaría si supiera que usted había aceptadouna subprefectura... Qué ocurrencia... No se apure. Espere... Ya verá usted...
Y esperaba.
Un día no pude más y le dije a Manuel Químper a boca de jarro:
—Mire usted, Manuel. El subprefecto de Contumazá es un sinvergüenza, está
conspirando, me consta, porque es primo hermano de mi cuñada... Lo sé todo... La
única manera de salvar al gobierno es mandarme a mí a reemplazarlo...
Manuelito se rió y me dijo que dicho subprefecto le había dado su palabra de
honor...
Todas las calumnias de un diario serían deficientes para describir mis andanzas
por el estado mayor, por las comisarías, por los ministerios y por los infiernos. He
hecho mil antesalas, he perdido días seguidos en esperar a que se levantaran los
ministros, he usado unas tres mil tarjetas de recomendación. Si cada uno de los
individuos con los que he tropezado para pedirles algo a mi favor se hubiera limitado
a darme su voto, sería un diputado unánime por Lima.
He sido enemigo del último gobierno, pero enemigo solapado. Sin embargo,
habría aceptado un puesto. Pero tampoco. Grandes y fundadas esperanzas concebí
con la última campaña política. Un amigo mío, que es dueño de una sombrerería, me
llevó una tarde a un club político. Desesperado y deseando encontrar méritos, me
atreví a pronunciar un discurso. Hablé de la nave del Estado, del bicolor, de la unión
de la familia peruana, de Grau y Bolognesi[10], hablé de las once mil vírgenes. Pero
ha llegado la hora de la prueba y aún no consigo nada. Tengo aquí en el bolsillo,
fresquitas, tres tarjetas de recomendación para tres señores ministros. Me han dicho
que mi ideal, la secretaría del Ministerio de Justicia, es imposible. Decididamente no
hay justicia para mí. Con el dinero que he gastado con invitar almuerzos, comidas,
tés, y cocktails, tendría hoy una renta respetable. Mi ideal se aleja cada día. El
porvenir se me torna ófrico. ¿Qué hago yo con la vida? Ya no tengo ni expectativas.
Ayer el presidente del club en el cual hiciera mi derroche oratorio me saludó
fríamente. Pienso en un recurso definitivo. Ir a reunirme con el señor Rivero, jefe
provisorio de Huaraz, para ofrecerle mis servicios. Tendré tal vez, con este arranque
generoso y abnegado, una participación discreta en el tesoro de la caja de fierro, que
dormía en un rincón de la oficina H. Junta Departamental de esa circunscripción
hacendaria... Porque ya no me quedan sino dos caminos: o el comandante de Rivero
o una dosis exagerada de bicloruro de mercurio...
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¡Hombre! ¿Las seis? ¡Y yo que tenía que ver al señor Oyanguren para darle esta
tarjeta de recomendación!».
Así termina esta hoja del diario del señor Garatúa.
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El Caballero Carmelo y otros cuentos peruanos
RandomAbraham Valdelomar nació en Oca el 27 de abril de1888 y murió a edad temprana(31 años), en 1919. En su corta carrera literaria cultivó diversos géneros en prosa y verso, pero su gloria se la debe a la narrativa del cuento, periodismo, ensayo ...demo...