Los Chin-fú-tóno seaLa historia de los hambrientos desalmados

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  CAMINANDO, pausadamente, por la avenida de los melocotoneros y ciruelos que va
desde la Gran Portada hasta el sagrado rincón donde se venera, bajo los floridos
ramajes, la Grande, Divina y Noble figura de Buda, a la hora del Crepúsculo,
encontramos a nuestro paso, mi anciano tío y yo, a muchos transeúntes. Pasaban
viejos de enorme abdomen, cansados bajo el peso de sus múltiples ropajes; jóvenes
que canturreaban canciones rituales; mujeres que con la mirada baja acusaban su
estado matrimonial, y ciertos individuos, que caminaban con la cabeza levantada,
insolentes, ostentando ricos vestidos, con la demacrada palidez que produce el uso
del a-pi-hin, o sea el opio de la primera cosecha de amapolas, y por lo cual el más
caro; y hube de interrogar a mi bueno y anciano tío sobre tales gentes, que parecían
ser muy reverenciadas: 

 —Mi tío y gran señor, podrás decirme ¿quién es este señor que te saluda?

—Es un chin-fú-tón. Habrás observado que no le he contestado.

A poco pasó otro y dijo a mi tío:
—Buda te proteja, Gran Señor, y conserve el largo de tus uñas curvas y
transparentes, el color de tus mejillas que parecen a la flor del cáñamo que se copia
en la tranquila corriente del lago azul...
—Y a ti el demonio te lleve a Chin-Gau, se apodere de tu alma y seas vendedor
de cuyes en los siete cielos, y te escupa un leproso, y te pida limosna tu mujer,
asquerosa culebra —le respondió mi tío iracundo.
Yo me atreví a volver a interrogarle:
—¿Quién es este hombre, Gran Señor y Tío, que así te saluda?...
—Es otro chin-fú-tón.
—¿Y quiénes son estos chin-fú-tón, Gran Señor? ¿Son una secta? ¿Una casta
social? ¿Un grupo político? ¿Acaso profesores de la academia?...
Mi tío respondió:
—Chin-fú-tón, como sabes, quiere decir en el idioma selecto de la China, en el
clásico idioma de los dioses, ya olvidado, los hambrientos desalmados. En Siké, la
gran aldea china que existiera como ya te he dicho, allá por los tiempos en que
Confucio fumaba opio y dictaba lecciones de Moral en la Universidad de Pekín,
había, como sabes, un Gran Consejo, llamado el Pozo Siniestro, alrededor del cual
giraban todas las pasiones y todos los apetitos de los abyectos pobladores de Siké. No
faltaban en el Pozo Siniestro algunos hombres probos, pero en pequeño número por
lo cual eran incapaces de contrarrestar las perniciosas maquinaciones de los chin-fú-
tón de la misma manera que una débil valla de bambú no puede detener el impulso impetuoso de un río. Los chin-fú-tón eran, en su mayoría, los individuos salidos de la baja clase, o por lo menos, de la clase desconocida de Siké. Poseían cierta viveza que en Siké era interpretada por inteligencia. Tenían los chin-fú-tón el tino de darse cuenta del medio en que actuaban.»

  Algunos comenzaban escribiendo en los periódicos de Siké en tremendas letras
chinas, bajas y serviles adulaciones a los poderosos, prodigaban el premeditado
elogio, la frase que hiciera sonreír al Mandarín o a sus adeptos, y de ellos conseguían
regulares resultados. Algunos hombres de Siké, cuando no tenían otra cosa que hacer
en la vida, ni un yen para dormirse con una pipa de opio, se dedicaban a chau-láa, es
decir, a políticos, y una vez en la política se hacían chin-fú-tóns. Así conseguían
ciertas posiciones. Otros, más rápidos, se iniciaban directamente en sacchay, o
gobernadores de provincias, protegidos por algún miembro del Gran Consejo; y otros
se dedicaban solamente a adular a los magnates.
»El gran problema, para el que tenía alma de chin-fú-tón, era ser miembro del
Gran Consejo, porque sabía que una vez en el seno del Pozo Siniestro, las leyes no
podían ir contra ellos, que se volvían intangibles. Para entrar, pues, hacían todo lo
imaginable, sacrificaban todo, servían de todo, se humillaban ante todos, valíanse de
medios violentos y vedados, realizaban las más indecorosas intrigas. Una vez en el
Gran Consejo, se volvían simplemente industriosos. Ningún mandarín gobernaba en
Siké —a excepción del mandarín Rat-Hon— con más amplios poderes;
extorsionaban; imponían, negociaban. El chin-fú-tón, que antes de entrar al Pozo
Siniestro era humilde, servil y familiarizado y hasta agradecido con el puntapié que
recibía, tornábase, una vez en el Consejo, insolente, audaz y despótico. ¡Ay del que
cayera en el odio peligroso de un chin-fú-tón, sobre todo si éste era protegido del
mandarín a quien servía! Si el adversario del chin-fú-tón era agricultor, veía
quemados sus arrozales; si negociante, se veía desposeído de sus mercancías; si rico,
de sus rentas; si sencillo transeúnte, de su libertad. Estaba condenado a perecer de
hambre en una mazmorra o a morirse de miseria en un mercado, de pordiosero.
—¿Pero por qué tan abyectas gentes tenían tal dominio, tío?
—Porque los chin-fú-tón, una vez en el Gran Consejo, afiliábanse a un partido
político de los muchos que se disputaban la supremacía en el Pozo Siniestro. Se
ofrecían al mandarín incondicionalmente para representar sus intereses en el Consejo.
Los mandarines, débiles en su mayoría, tenían la experiencia de que un chin-fú-tón,
solo, basta para traerle los mayores disgustos y si son varios, la caída es irremediable.
Un chin-fú-tón servía al mandarín mientras estaba en el poder y podía cebar su panza
porcina; entonces secundaba en la calle el atropello y el asalto que realizara el
mandarín y luego iba a defender la arbitrariedad y a aplaudirla en el seno del
Consejo, y como siempre los mandarines tenían algo que les sacasen, siempre tenían
temor a los chin-fú-tón. No había tradición de que uno de estos escarabajos hubiera  acompañado dos crepúsculos siguientes a un mandarín caído, al cual sirviera, adulara, explotara y hasta traicionara la víspera.  

  Estos chin-fú-tón, si no eran muy poderosos en el mandarinato y en el Gran
Consejo de Siké, eran siempre suficientes, pues bastaba, como he dicho, un solo chinfú-tón para causar la ruina de cualquier Estado. Eran como la sarna, la lepra, y el
escorbuto, agregados al hambre, la revolución y el arroz salado. ¡Puf!
Escupió mi tío y continuando dijo:
—El chin-fú-tón se salía de un partido y se metía en otro por conveniencias; no
teniendo nombre ni reputación que perder, carecía de pudor y se vendía; era cínico y
temerario. Había algunos que habían pasado por todos los partidos políticos de Siké y
otros, más prácticos, que tenían tarifas. Creaban intereses en el Gran Consejo,
sirviendo bajas pasiones, comprometiendo a los demás, y éstos a su vez se veían
obligados a sostenerlos. 

 Listos para servir al mandarín, tan luego como llegaban al poder, colocábanse en su palacio, hacíanle protestas de lealtad, elogiaban sus virtudes y hablaban mal de los otros. Todo lo que en sus largos discursos durante el gobierno eran virtudes, tornábanse defectos cuando el mandarín caía. El que era un día admirable, genial, probo, generoso, prudente y bello, era al día siguiente de su caída, por virtud de los infectos labios de los chin-fú-tón, necio, inepto, ladrón, cruel, temerario y feísimo...  

  Sin embargo, no había fuerza humana capaz de extirpar a estas liendres de los
chin-fú-tón. El Estado los alimentaba, el mandarín los temía, el pueblo los repudiaba
y todos los miraban con asco, pero ellos eran los que mejor exprimían el jugo de su
industria. Sacar un chin-fú-tón del Consejo, una vez que se había instalado en él, era
más difícil que sacar la sarna a un perro, las garrapatas a un elefante o la lluvia al
cielo azul, en el otoño lánguido. 

 Usaban títulos, tenían prerrogativas y mercedes, dispensaban favores; y siendo odiados unánimemente, las gentes medrosas se descubrían a su paso. Porque ya te he dicho que los de Siké parecían hijos directos de Chun-Chun, el dios del servilismo.

Mi tío calló, llegó la noche, y los pétalos de las magnolias diminutas perfumaron

las sombras fantásticas.  

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