El peligro sentimentalo seaLa causa de la ruina de Siké

42 0 1
                                    

CUANDO Chin-Fú quedó divorciado, realizó todos los arrozales que constituyeran su
heredad y decidió viajar, en compañía de un leal servidor, por todas las aldeas de la
China, presa de una cruel neurastenia. En los largos y pesados caminos, ya fuera en sillas cargadas por moghines, o en las canoas de paja, a la sombra de quitasoles leves, bordeando los canales, ensayó todos los medios de olvido: leyó los tres primeros libros del Ayu-Say, donde el filósofo Meng narra la adorable infantilidad de Confucio, pero se le caía el libro de las manos; buscó de intrigar su fantasía con los cuentos picantes de Son-Vi-Hin, pero los arrojaba luego; un día bebió aguardiente de arroz hasta que sus piernas claudicaron y en su rostro encendido los ojos vidriosos durmieron bajo los párpados pesados; otro día bebió la miel del junco amarillo hasta perder la razón; luego aspiró el api-yin de Benarés hasta convertirse en un semidiós, pero pasados los instantes del delirio, la cruel herida de su amor sepultado se reabría nuevamente para sangrar con persistencia lacerante. Entonces pensó en hacerse curar con un sabio famoso, Fan-Sa, hondo sicólogo que habitaba como un eremita en las desoladas ruinas de Siké, la gran aldea china que existiera allá por los tiempos en que Confucio fumaba opio y dictaba lecciones de Moral en la Universidad de Pekín.
Hacia las ruinas de la gran aldea encaminó sus pasos el joven desconsolado y una
noche, después de muchas, cuando las adormideras florecían, Chin-Fú llegó a las puertas de la muerta ciudad, donde todo lo que fuera algún día magnificencia, poderío y cortesanas galas, había desaparecido. Chin-Fú, que tenía ánima sensible, se interesó por las ruinas, y, llegado que hubo a la ermita de Fan-Sa, el sabio, conversó con él de esta manera:
-Dime, señor de la sabiduría y austera flor de estas comarcas, ¿qué es esto y cuál
fue la ciudad entre cuyos restos anidas?
-Esto que ves, Chin-Fú, desmoronado y polvoriento; este desolado rincón, entre los muros rotos de cuyos palacios anidan los búhos y crece la yerba, fue la gran aldea de Siké, la sentimental. Siké era antigua, tenía noble pasado, abundante riqueza, fina y culta sociedad, academias y templos, hermosas mujeres y hombres de bien. Estaba germinando entre sus muros una civilización maravillosa. El porvenir le sonreía, y, sin embargo, en sus entrañas un mal indefinible y recóndito roía su organismo, de igual manera que el chísick, el conejo negro, roe las raíces dulces del cerezo blanco florecido. Siké había sido primitivamente un patriarcado ideal hasta que llegó la conquista de los manchúes, que la transformaron en la más rica y magnífica de sus colonias. Les inculcaron su religión, sus costumbres, los dominaron y los tornaron fantásticos, amanerados y serviles. Después de tres siglos de dominación, los de Siké, por influencias extrañas y por uno que otro arranque de altivez, se libertaron, gracias a la espada invencible de un gran guerrero, Si-Mo-Hon, el Libertador, que fue la causa única de la actual ruina de Siké. Si-Mo-Hon trató con inteligencia los asuntos de la gran aldea liberta, mas su política preparó la ruina; y sacrificó, a su patria lejana, la joven patria de Siké. Después vinieron los mandarines tiranos, las revoluciones, las guerras oprobiosas y lo esencial: el sentimentalismo, que fue el enemigo de la gran aldea. Porque los de Siké eran desvergonzados, abyectos, chismosos, desleales, intrigantes, egoístas, interesados, lascivos, inmorales, golosos y desdentados, pero antes que todo eran sentimentales.
»Su sentimentalismo les hizo ganar guerras y regalar los territorios conquistados; hacer prisioneros y perdonarles la vida, tener ladrones políticos y disculpar sus fechorías. Su sentimentalismo les hacía perdonar al enemigo, adular al insolente, aplaudir al cínico, y dar de mano al bandolero. Así, al poco tiempo de la libertad, todos los aldeanos de Siké eran una bandada de sinvergüenzas, desde el que ocupaba un asiento en el Gran Consejo y vendía su voto y recibía dádiva de dos manos derechas y enemigas, hasta el soldado burdo que después de extorsionar en las provincias como autoridad, iba a la academia a dictar cursos donde hablaba del Bien, de la Honradez y del Honor: de lo que no tenía; tal fue Si-Tay-Chong, "el desvergonzado".
»No faltaron ocasiones a los de Siké para reconquistar sus dominios, pero ellos eran sentimentales e incapaces de cobrar una ofensa o rescatar un despojo. Entre los dos grandes partidos que había en Siké, uno era burocrático y otro luchador. El burocrático procuraba la paz y el monopolio de las funciones públicas, el luchador hacía las revoluciones y buscaba un pseudo socialismo mental. El jefe de los luchadores, cuya gran inteligencia y honradas miras eran dogma de fe en Siké, tenía, no obstante, el grave defecto de ser prestidigitador: cogía hombres del arroyo o los sacaba sucios desde el fondo de la mediocridad, y por ingenioso artificio los mostraba al público como hombres de bien inquebrantables. Lo que dio lugar a que muerto el gran mandarín no pocos de sus adeptos se transformaran en lo que fueran siempre: seres relajados, ánimas impuras, redomados canallas, negociadores del dinero público, corruptores de las conciencias y farsantes para quienes las leyes eran papeles escritos sin trascendencia. Famosas fueron las fechorías de algunos de los discípulos de Kon-Sin-Sak, el «Gran maestro de la barba nevada». Tu-Pay-Chong, que significa «el que se hace el loco», llegó a ser gran ministro de negocios extranjeros y su paso por el Estado dejó la misma huella sombría que deja en el mar amarillo la excreción del pez infecto; Lan-Gay-Ton, que pasara hasta por orador y hombre de bien en el reinado de Kon-Sin-Sak, se vendió por limitada merced; y el resto, de menos cínicos y más resignados, se conformó con el, en Siké, triste papel de honrados. No faltó por cierto en Siké un tercer partido político encabezado por disidentes del de la barba de nieve, pero de ellos, y de las causas de la muerte de Siké, me ocuparé cuando tu estómago reciba el bien imponderable de esta torta de arroz que mis manos han laborado -dijo el ermitaño, e induciendo a Chin-Fú, emprendió el camino por los matorrales solitarios, hacia el centro de la despoblada plaza de la gran aldea, mientras la luna filtraba sus rayos violados por entre las ramas de los sicomoros y ponía en la tierra, sobre las hojas secas y quebradizas, la fantasía nítida de una blancura rota, tal
como sobre el mar juega de vez en cuando la espuma de las olas que se debaten contra las costas rocallosas, y que, cambiando, inestables, leves y frágiles, desaparecen inexorablemente en el misterio de la noche.

El Caballero Carmelo y otros cuentos peruanosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora