IV
Pasó todo el día siguiente y una sola de las salvadoras barcas no tomaba. Las que de Pisco salieron en su busca habían vuelto sin noticia alguna. En San Andrés todo era dolor. Juntábanse las viejitas comentaban a la orilla del mar, la desgracia. Recordábanse de casos lejanos y semejantes y, en las casuchas poníanse velas a los santos por el regreso de los infelices, en cuyas casas, la tragedia había hecho enmudecer de dolor a los suyos. Su pobrecito corazón, bien presentía lo que podía ser, más su fe no les dejaba llorar. No podían admitir la posibilidad de la desgracia, que era como aceptarla, y ellos se daban razones unos a otros para calmar mutuamente su convencimiento. Al morir ese día todos los pobladores de San Andrés estaban a la orilla allí los cogió la noche y nadie quería moverse, esperando de un momento a otro ver surgir en el mar el chasquido de los remos, alguna luz o las voces de los perdidos o de sus salvadores. Pasó la media noche y un grupo permanecía aún esperando. Cada chasquear de las olas, cada silbar del viento les parecía un sonar de quilla o un crujir de vela. Al calor de una fogata, sentados viejos y viejas, muchachos de espantados ojos y mozas que lloraban, pasaron algunas horas más.
Por fin, en las tinieblas oyóse una voz. Paralízanse todos. En silencio, atentos los oídos, esperaron. Nadie contestaba. Gritaron entonces, alimentaron la fogata y por fin oyeron claramente el chasquear de los remos, y las voces cerca de la orilla. Era una de las embarcaciones salvadoras que volvía...
Ellos habían ido por el boquerón, luego al norte, habían regresado por la costa hasta el sur, detrás de la pequeña península y habían visto la costa de cerca. No había indicio alguno de los tres hermanos. Pero debía esperarse a los otros botes; seguramente ellos los traían a la orilla ansiada. Seis días pasaron, tomaron todos los botes sin saber nada de los náufragos, iban todos los días los pescadores a la orilla y al mar, pero la Margarita no aparecía. Los días los pasaban casi siempre con una cierta vaga esperanza, pero al caer la tarde, en el crepúsculo, a la hora en que los fuertes mozos volvían siempre con la repleta barca de pescado brillante y abrazaban a todos los que en la orilla estaban, las gentes no podían resistir su tristeza, y los padres, los viejecitos padres, imploraban al mar, lloraban a gritos, llamaban a los suyos con voces que se tragaban el mar y el viento; y durante los tres últimos días hubo necesidad de llevárselos, al crepúsculo, y consolados en su casa. Aquel sexto día, las gentes llegaron a sufrir horriblemente. Los viejos, habían sido conducidos a su casucha por algunos mozos y ancianos del pueblo que los consolaban, y al caer la tarde, entrando el sol en el mar, la pobre Rosita, que al lado de los viejos esperaba, echóse en brazos de éstos y lloró, lloró. El perro en la orilla husmeaba hacia el mar y aullaba pavorosamente. Los barcos estaban abandonados. Las gentes regresaron en ese momento del lado sur de la orilla hacia donde se habían dirigido en la mañana en pos de algún despojo de los hermanos náufragos, y ambos grupos se respondieron lo mismo:
–¡Nada!
–¡Nada!..
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El Caballero Carmelo y otros cuentos peruanos
RandomAbraham Valdelomar nació en Oca el 27 de abril de1888 y murió a edad temprana(31 años), en 1919. En su corta carrera literaria cultivó diversos géneros en prosa y verso, pero su gloria se la debe a la narrativa del cuento, periodismo, ensayo ...demo...