XXXI

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Una mañana, varias semanas después, te encontré pensativo en el jardín de tu casa, sentado en un banco alto hecho con un simple tronco de árbol talado. Tenías el dedo sobre los labios y el ceño fruncido. Parecías un niño chiquito. Sonreí sintiendo un brote de felicidad en mi interior.

Te llamé.

Giraste, pero no te acercaste, tardaste un instante en reconocerme.

—Hola, Leila.

Nada de bromas, nada de chica.

Leila a secas.

Recuerdos de una vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora