Epílogo

1.7K 254 62
                                    

Las manos sudorosas continuaban jugando con el librito de pasta verde que había recibido varios meses atrás. Juzgando por la fecha escrita en la última hoja, el punto final había llegado a la última hoja un poco más de dos años atrás. Junto con el libro llegó un sobre con quince fotos que él había tomado... y cinco que Leila hizo después de que se fue. De su hija, de las dos juntas...

El corazón de Brad se comprimía cada vez que las veía en papel, más de una vez la soledad lo invitó a regresar a casa con ellas. Sin embargo, lo último que deseaba era regresar para irse de nuevo, regresar sin resultados claros. Pensó que volver a casa sería darle esperanza a Leila y no sabía si pudiese lograr lo que ellos querían... Años estudiando, años trabajando en una cura. ¿Qué le decía que él sería el afortunado que la tuviera en sus manos? No, se dijo regresaría cuando el resultado fuese definitivo.

Y eso estaba haciendo, regresar a casa. Años sin verlas... sabía que Leila lo sufrió, quizá más que él. Quería llenarla de besos, abrazarla como tanto había deseado y por fin conocer a su primogénita. En sueños había escuchado las risas de Danika, la escuchó llamarlo "papá". Según sus cálculos, y si su memoria no le fallaba, la pequeña tendría edad suficiente para hablar. ¿Lo llamaría "papá"? ¿Cuánto tiempo tardaría en hacerlo?

Bradley bajó del tren sintiéndose un perfecto extraño. Miró en ambas direcciones buscando un punto familiar. Sonrió al reconocer a una guapa mujer castaña dando saltitos llena de emoción mientras lo llamaba por su apodo, Brad. Corrió a su encuentro y la estrechó entre sus brazos.

—Carmela, siempre tan puntual. —La mujer asintió con la cabeza, quitándose unas lágrimas de alegría que habían saltado.

—¿Nos vamos a casa?

—Sí, pero déjame en la entrada del pueblo. Quiero recorrer el camino solo.

Carmela cumplió el deseo de su primo. Antes de dejarlo ir, le hizo prometer que iría a cenar esa noche con el resto de la familia, como tradicionalmente lo hacían cada sábado.

—¿Ella sabe? —Preguntó refiriéndose a su esposa. Carmela negó con la cabeza—. Gracias, las quiero sorprender.

—¿Sabes dónde está? —Brad negó con la cabeza.

—Tengo que encontrarla, me reto por escrito a hacerlo. —Dijo rápidamente recordando la última hoja del librito lleno de recuerdos.

—¡Esta mujer! ¡No cambia!

Una hora y un par de vueltas después, Brad llegó a la reja de su casa. El jardín estaba emperifollado con miles de plantas floreadas, arbustos con florecitas azules y un hermoso árbol de fuego se robaban la atención de Brad. La casa, una construcción de madera pintada de blanco, daba una sensación de estar en un cuento de hadas. Brad descubrió que el conjunto de llaves no había cambiado, abrió el candado de la reja negra, luego abrió la puerta de la casa.

Lo recibió un olor a lavanda y el canto de una pareja de canarios australianos, pero de su esposa e hija ni señal. No estaban. Dio una vuelta contemplando las fotografías que Leila había colgado en las paredes y sonrió al verlas saludables y felices. Subió a la que permanecía siendo su habitación a dejar sus maletas para después salir en busca de Leila y Danika.

Leyó un par de veces la última página, líneas arriba de su Posdata. Decía "te esperaré, sé que sabes dónde encontrarme". Un escalofría atravesó su cuerpo. ¿En verdad sabía dónde encontrar a Leila o era una de las cosas que había perdido para siempre? Trago fuerte despejando su mente. Pensar positivo, el doctor le había dicho que eso debía hacer, alimentar su confianza.

Se dejó guiar por un sentido que desconocía tener, caminó disfrutando la vista. El pueblo había cambiado mucho, las calles estaban más limpias y las casas habían sido pintadas. Había leído de una campaña del gobierno para arreglar los pueblos históricos, pero jamás pensó que de verdad se realizaría. Media hora después estaba frente a un parque lleno de niños, las madres estaban reunidas en un pequeño grupo debajo de un árbol. Una rápida mirada en esa dirección fue suficiente para darse cuenta de que Leila no estaba allí.

—¿Cómo confiabas en un hombre olvidadizo? —Susurró paseando la mirada por el lugar—. Una pista hubiera sido buena idea, Leila.

Metió las manos en los bolsillos del pantalón y se dirigió a la sombra para descansar un momento. Se sentó en un banco a un par de metros de un muro cubierto de tupidas enredaderas. Estuvo allí unos minutos leyendo sus páginas favoritas del librito, disfrutaba el hecho de que recordaba la mayoría de lo que ahí estaba escrito, si es que no todo, incluyendo ese bochornoso momento cuando olvidó quién era después de haberse acostado con ella.

Repentinamente un aire de familiaridad golpeó su mente. Ya había estado en ese parque, pero tenía la sensación de haber cruzado a algún lugar, no recordaba haberse quedado allí, en el parque. Se paró veloz, giró sobre sus tobillos quedando de frente a la enredadera. Otro recuerdo lo había golpeado y su corazón había reaccionado. Más allá de la enredadera, ahí tenía que ir.

Comenzó a buscar un hueco detrás de las plantas. En un momento su mano se hundió, llegando a un espacio refrescante. Brad se abrió paso entre la enredadera y entró al pequeño túnel que lo dejó en un jardín más grande, con una alfombra de flores amarillas. No las vio a simple vista, pero sí escuchó la voz de Leila... y a su pequeña hija llamando a Milky Way, un peludo minino que no conocía.

Caminó hacia las voces, pronto dejó atrás un árbol que no había permitido que las viera. Y allí las tuvo, su corazón latió emocionado al verlas. Leila sentada acostada bocabajo en el pasto, vistiendo su tradicional vestido de día azul cielo, mientras seguía con la mirada a su hija, que corría detrás del gatito. Danika estaba grandísima, tendría casi tres años. Tenía el cabello castaño recogido en dos trenzas francesas y la falda del vestido se movía alegremente.

Como en los viejos tiempos, Brad sacó su cámara y fotografió el momento. Fue un sonido sutil, nadie se hubiera dado cuenta entre tanto grito de la niña, pero Leila había soñado meses sin término con ese sonido y con la persona detrás de la cámara. Se sentó en un impulso y de inmediato se giró sintiendo su corazón martillear en su pecho. Rogaba que fuese él, que Brad fuese el dueño de esa cámara.

Y cuando lo vio ahí, parado con la cámara en las manos, saludable y con una enorme sonrisa en el rostro; Leila dejó que el llanto se apoderara de ella. Corrió a sus brazos olvidando que estaba descalza y hundió su rostro en el pecho de su esposo, quien la estrechó con cuidado de no lastimarla.

—Bradley, Bradley, Bradley —repetía Leila sin cesar, mojando la camisa del joven—. Te he extrañado mucho, mucho, mucho. ¿Funcionó? —¿Ya hay cura?, quiso decir, pero la emoción atrofiaba su capacidad para hablar—. ¿Cómo estás?

—Se puede controlar, pero lo perdido, perdido está. —Besó la frente de Leila, la alejó y dedicó unos segundos a contemplar su rostro. ¡De verdad la tenía entre sus brazos! ¡No era un sueño!—. Quiero abrazar a Danika, ¿crees que se deje o es especial con los extraños?

Leila sonrió con serenidad, tomó de la mano a Brad y fueron a donde Danika estaba viéndolos, con el gatito en su regazo.

—Ven, cariño. —Le dijo su madre suavecito.

Danika hizo caso, caminó los pocos metros que los separaba y se paró a un lado de su madre. Miró hacia arriba, directo a la cara de Brad. Lo miró confundida, ya lo había visto en otro lugar, en las paredes de su casa y en los álbumes familiares. No era de extrañar, Leila pasaba horas mirando las fotos cuando se dedicaba a hacer adornos o simplemente porque quería recordar. Y siempre, sin falta, estaba Danika, la pequeña de la casa.

"Él es papá y esta es mamá", le decía Leila cuando veían las fotos.

"¿Papá?", repetía Danika acercándose hasta que su nariz topaba con la foto.

Sonrió y dejó salir una risita nerviosa, al tiempo que levantaba la mano y señalaba a Brad.

—¡Papá!


FIN.

Recuerdos de una vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora