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Se sentía desesperada, los días parecían eternos

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Se sentía desesperada, los días parecían eternos. Las primeras semanas creyó que se volvería loca: las manos le temblaban, el pulso siempre lo tenía acelerado, su humor era espantoso.

Una noche destrozó aquel cuarto de hospital, en otra se comió dos cajas enteras de goma de mascar, todos los días le dolía la cabeza y vomitaba; lo más difícil fueron las terapias psicológicas. El insistente doctor Gustavo repetía una y otra vez que lo importante era aceptar que estaba enferma, que si de verdad quería superar los veintiún días de abstinencia debía cooperar con todo lo que él le dijera. Abrirse a contar los motivos que la impulsaron a consumir. Ella no lo hizo a la primera, se encerró en su propio mundo y deseó morirse; así de mal se sentía.

Una tarde en la que devolvió lo poco que tenía en el estómago comenzó a marearse y cayó desmayada en el suelo del baño, vio todo negro y agradeció que faltara poco para dejar el mundo de mierda en el que estaba sumergida. Cuando abrió los ojos, a la mañana siguiente, se encontraba acostada en la misma habitación que días atrás había destrozado. Ella sintió decepción, pero sobre todo, miedo de seguir viva y de continuar siendo la horrible persona que era. Lloró, lloró como no recordaba haberlo hecho en años, ese día desahogó hasta la última gota de dolor que habitaba en su pecho; todo esto bajo la compañía y mirada dulce y comprensiva de ese doctor.

Ellos hablaban por horas. Por primera vez en mucho tiempo Melissa sentía que la escuchaban, tal vez no estaba tan sola, y al tiempo y con paciencia, Gustavo la hizo comprender los verdaderos motivos que la habían llevado a la adicción. Algo sucedió en los días siguientes, comenzó a pensar en que tal vez no era tan malo seguir viviendo, se dio cuenta de que él tenía razón al decirle que sólo ella podía levantarse y buscar soluciones; ella ya estaba harta de no encontrarle sentido a su vida.

Los días pasaron y ella se sorprendía por su mejoría. Podía pasar el día conversando con el doctor Gustavo sin sentir los temblores en las manos y su pulso se mantenía estable; la droga comenzaba a salir de su organismo y la esperanza de que podía lograrlo, surgió. Nunca había llegado a ese punto, las veces anteriores que se había recluido no había aguantado. Y si somos sinceros, notó que Gustavo influenciaba mucho en ese cambio positivo que ocurría en ella, aunque luego entendió que lo que de verdad la ayudaba era hablarle de su madre...

Las manos de Micaela temblaron, aunque seguían estando amarradas, observaba a Melissa y percibió algo en su rostro que nunca antes había notado: tristeza. Los penetrantes ojos verdes de la rubia le devolvieron la mirada y Micaela pudo ver claramente el dolor reflejado en ellos; le pareció irreal escuchar las cosas tan personales y privadas que Melissa dijo a continuación:

―Mamá se fue cuando yo tenía siete años. Recuerdo que una noche entró a mi habitación, besó mi frente y dijo que debía hacer un viaje ―se rio con amargura―, me pidió que fuera una niña buena y que le hiciera mucho caso a papá... Ella lloraba y yo la abracé, inocente de saber que sería el último abrazo que le daría. Los días pasaron y no volvía, preguntaba por ella y mi padre no sabía qué responder, él sólo se encerraba en su habitación por mucho tiempo mientras yo me sentía cada vez más sola. Mi única compañía en ese tiempo era cuando los padres de Diego nos visitaban los fines de semana, mientras los adultos se sentaban a hablar en la sala por largas horas, Diego y yo jugábamos y eso hacía que me olvidara un poco de la tristeza. Así pasaron los años, hasta que comprendí que mamá no volvería. Papá no sabía qué hacer conmigo y comencé a comportarme como una mocosa rebelde y contestona, sentía el deseo de llevarle la contraria a mamá, estaba en huelga: no me portaría bien y no haría caso hasta que ella regresara.

No te vi, te reconocí ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora