CAPÍTULO 10: El humo del laberinto

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No podía respirar. No había podido desde que pisamos suelo celeste. No sabía si era esa vocecita de mi cabeza que me acusaba de traidora la que me oprimía los pulmones o lo hacía aquel denso humo que cubría aquella zona. O a lo mejor eran las dos cosas juntas.

El caso es que no podía respirar y estaba tosiendo descontroladamente (¡estúpida asma!). Intenté saltar para conseguir un poco de oxígeno sin mucho éxito. Me sentía más débil a cada segundo, iba a morir ahogada en El Reino de los Sueños Celestes, el lugar donde se suponía que se cumplían los sueños.

Empece a pensar que quizá me lo mereciera. Había roto un acuerdo no-verbal de no tocar los hechizos y conjuros de Rita sin permiso, y ella no volveria a enseñarme si aquella misión salía mal, si no demostraba que había merecido la pena desafiar su autoridad; y lo peor, había decepcionado al mundo convirtiendo el nombre de la Lamicury en él de una ladrona.

Autocompadeciéndome como estaba, no me di cuenta hasta un rato después de que Ocaso me estaba untando una substancia extraña en la nariz con sus pequeñas manitas.

- ¿Pero qué haces?- le solté intentando limpiarme la nariz del lo que sea que me había untado. No quería sustancias extrañas que criaturas, en apariencia inocentes, me dieran. No quería acabar consumiendo una especie de droga encantada o algo parecido.

- Yo, salvarte de morir ahogada- explicó lo más calmada posible (algo complicadísimo para ella puesto que se pone a gritar a la primera de cambio) mientras me paralizaba las manos con uno de sus mini-hechizos. Entonces me di cuenta de que ella también llevaba la nariz cubierta de una substancia de color ocre, viscosa, cuya textura era parecidísima a la de mi nariz. Ocaso no se tomaría nada si no fuera seguro, ¿verdad? No parecía de los seres que se drogarían o algo similar-. Esto es ceniza del sol poniente, una especie de ayuda artificial para la respiración. Durará unos veinte minutos, así que tenemos que darnos prisa.

Estuve a punto de abrazar a esa hadita,  hasta que me di cuenta de que así la aplastaría. En lugar de eso Ocaso me estrechó el dedo meñique. Se merecía un fiesta en su honor (después de todo, me había salvado la vida y había despejado mis dudas sobre la adicción falsa que me había inventado. Estaría delirando). Pero ahora no. Teníamos que encontrar al Fénix y cogerle unas plumas.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Ese lugar era un auténtico laberinto: las paredes, hechas de nube sólida (sé que suena a contradicción, pero es la pura verdad), se movían sin cesar; había agujeros por todas partes, ocultos en el humo, por los que nos caeríamos si no teníamos suficiente cuidado; y, para colmo, la dichosa música de trompetas que no había parado ni un segundo desde que llegué seguía taladrándome los oídos. Además, sonaba mucho más alta ahora.

¡Un segundo, eso es!

- ¡Ocaso, sigue las trompetas!

- ¡No hay tiempo para bobadas! ¡El efecto de la ceniza se está yendo!

Pero no había tiempo de discusiones. Yo sabía que teníamos que hacer.

Eché a correr lo más rápido que mis piernas me permitieron hacía mi corazonada.

Tardé un rato en orientarme a través del humo. Gracias a los agujeros del suelo estuve a punto de caer al vacío tres veces. Sin el hechizo Aleria no lo hubiera contado. Lo que tengo claro es que no me volveré a quejar de cielos encapotados, pues estoy completamente segura de que si el cielo hubiese estado más nublado la tarea de andar por las nubes habría sido muchísimo más sencilla.

A medida que me acercaba al origen de la música el humo se densificaba, dificultándome la respiración todavía más. Los veinte minutos de la ceniza del sol poniente estaban llegando a su fin. Pronto no podría respirar de nuevo.

Después de mucho esfuerzo (y mucha magia utilizada para no caerme) llegué a la fuente de la melodía, un gigantesco palacio de nubes y paredes de cristal. ¿Os imagináis un Taj Mahal de cristal mezclado con un edificio abstracto de niebla? Multiplicar el tamaño por diez y tendréis algo parecido al Palacio Celeste.

En el centro de la estancia cristalina, rodeado de su particular orquesta de cúmulos, descansaba el origen de la humareda, un enorme águila de unos dos metros cuyas plumas incandescentes yacían apagadas y cuyos ojos, antes brillantes como brasas, eran tristes y oscuros como la boca de un lobo. Sobre su cabeza descansaba una corona de oro que tenía grabadas un gran nubarrón de tormenta y una hoguera lo suficientemente grande como para incendiar un bosque entero. Di gracias mentalmente de que no fueran nada más que inscripciones y no poseíeran ningún poder invocativo (Rita me había enseñado a distinguirlas. Sentí una punzada en el corazón al pensar en ella).

A quien Ocaso, que había llegado unos segundos después de mí, y yo estábamos mirando tan fijamente era el Rey Fénix del Reino de los Sueños Celestes. Y parecía estar gravemente enfermo.

El Ocaso de la realidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora