Se me cayó el alma a los pies. No me malinterpreteis, me daba pena y todo eso que el Rey Fénix estuviese enfermo, pero no era lo que me preocupaba. Sabía que se pondría bien y si no, renacería unos días después joven y revigorizado. Lo que de verdad me importaban eran las plumas apagadas; si no brillaban como fuego puro no valdrían nada y Los Infernales no liberarían al dragón ni aunque les trajesemos mil. Toda la misión habría sido en vano. Ya sé que os parezco una completa insensible, pero es la pura verdad.
Aún así, yo no tenía tiempo para esperar al renacimiento. El Rey Fénix tenía que sobrevivir para conseguir nuestra meta, la única razón por la que Ocaso y yo estábamos allí.
Empecé a sanarle en el instante en el que me recuperé del estupor. Le coloqué las manos sobre el pecho, entrecrucé los pulgares y extendí los otros ocho dedos, creando la forma de un pajarillo sobre el corazón del Rey. Después, me dispuse a "recitar" la palabra que, en el idioma de la magia, significa curación: Sanecuysa. Aquel ritual de sanación me recordó la época en la que Rita me lo enseñó, un tiempo más sencillo (lo sencillo que puede ser un lugar tan surrealista como éste) en el que mi único deseo era aprender. También me hizo pensar en Rita, en los momentos felices y no tan felices que habíamos pasado. Como aquel día que dije Alerria en vez de Aleria y desaté un gas de la risa, o el día en el que pintamos nubes con los dedos, o aquella otra vez... me detuve en seco. Esos momentos geniales serían sólo unos recuerdos más y nunca habría otros, pues la había traicionado. Aunque fuera por una buena causa, el robo de los pergaminos mermaría nuestra relación, hasta el punto de borrarla por completo. Y todo por mi culpa.
Me concentré en mi trabajo, pues sabía que si me dejaba llevar por mis emociones no acabaríamos nunca. Aquello era una emergencia de verdad, no una práctica en el jardín.
"Basta", me reprimí. Respiré profundamente, puse la mente en blanco y pronuncié el conjuro cuidadosamente:
- Sanecuysa- y esperé.
No pasó nada. Pronuncié la palabra repetidas veces con el mismo resultado. Empecé a preocuparme. Normalmente, el hechizo funcionaba en menos de cinco minutos. Y habían pasado quince.
Busqué en mi mente algo que hubiera pasado por alto. Quizá no había colocado las manos correctamente, quizá había cometido un error de pronunciación, quizá... quizá era demasiado tarde. Había fracasado.
No, no podía fracasar. Me vino a la cabeza algo que Rita decía cuando me sentía frustrada: "Si no existe un camino, invéntate uno. La verdadera magia nace de la creatividad, no de unas palabras absurdas". Sin darme cuenta, había empezado a recitar otras palabras, unas que no había escuchado ni pronunciado en mi vida:
- Vitalika enya curie, Vitalika enya curie, Vitalika enya curie...
El aire brillaba como si alguien hubiese explotado una bomba de purpurina gigante, el humo había desaparecido y el cuerpo del rey resplandecía de un color anaranjado brillante. Unos preciosos ojos ambarinos se abrieron de sopetón.
- ¡Menos mal! ¡Está usted bien! Estábamos preocupados- dijeron los cúmulos, dejando la música a un lado.
- ¡Claro que estoy bien! ¡Me siento renacer!- y, mirándome a los ojos, añadió-. Lamicury, ¿ha sido usted quién me ha curado?
- No exactamente, creo que más bien he acelerado el proceso del renacimiento.
- Da igual, el caso es que me has ayudado y mereces una recompensa.
Dudaba si pedirle unas plumas, me parecía algo descortés, pero era necesario. Por suerte, Ocaso tomó la palabra:
- En realidad, habíamos venido a pedirle algo. Unas plumas, para ser exactos.
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El Ocaso de la realidad
FantasyA veces, Annabeth sólo quiere desaparecer de la faz de la tierra. Le hacen bullying en el colegio y no la entienden en su hogar. Y lo peor, su martirizadora es la hermana mayor de la única amiga que tiene en el mundo. Cuando esas emociones explotan...