"¿Pero qué se supone que hacías allí tirado, envenenado y noqueado?", se preguntarán algunos. Y, la verdad, no los culpo; realmente resulta sospechoso.
Antes de nada NO estaba espiando a Annabeth, no soy una especie de pirado acosador.
Bueno, para explicar bien el porque de mi lamentable estado, por llamarlo así, tenemos que volver unos días atrás, cuando nos separamos en el claro.
Esta chica no es como me la habían descrito durante mi infancia, eso estaba claro. Mi padre, Derek el gran líder de los Infernales (ni siquiera a mí, su único hijo, me permite llamarle de otro modo), me ha insistido siempre en que la Lamicury es un ser horrible, egocéntrico y cruel, un auténtico monstruo. Pero cuando miro a esa quinceañera de cabellos blancos plagados de chispitas multicolor a sus extrañamente bellos ojos, que en un instante son verdes con puntitos dorados danzantes y al siguiente son anaranjados con manchas azules (he de admitir que me marean un pelín; esa, y no otra, fue la razón por la que aparté la vista aquel día), sé que no es así.
Recuerdo el día en el que la conocí. Estaba en minoría, luchando contra dos de mis cazadores (sé que llevaba un hada, me refería a que no tenía ningún verdadero refuerzo; perdón por la ofensa, pero es la realidad), peleando para salvar a una criatura inocente. Sé que debería haberme enfadado o algo así, pero su valentía y sus ganas de ayudar ma dejaron positivamente impresionado. Decidí intervenir; si no, alguien iba salir herido y tenía la ligera sospecha de que sería uno de los míos. Paré la pelea y (lo juro) quería liberar al dragón por sacarle una sonrisa y/o un gracias a aquella chica, pero sentí las miradas de mis compañeros en mi nuca y supe que no podría. Aún así, hice un trato con ella; uno sencillito, eso pensaba por lo menos. Me equivoqué.
Ahora, ella estaba aquí, después de haber desafiado a la muerte misma, para cumplir su parte del trato. Me siento fatal por haber cedido a la presión de grupo. Soy un completo idiota.
Por lo menos he sacado algo bueno de aquello. Sé su nombre: Annabeth. Y claro, sé que sonará cursi, pero me parece el nombre más bonito del mundo. Y ella también sabe más de mí, gracias a mi disculpa plagada de deslices.
Termino de soltar las cuerdas y me voy: me estoy poniendo demasiado sentimental; y ella, aunque no es como me la describieron, sigue siendo la Lamicury. Mi enemiga.
Cuando estoy ya lo suficientemente lejos, abro un portal a casa (es algo que sabemos hacer todos los elfos y doy las gracias por ello; no sería capaz de encontrar mi casa a pie).
Llego al poblado donde los Infernales se asentaron hacía uno o dos años. Antes vivíamos en la Montaña de los Miedos Ocultos, pero hace unos años alguien, una chica vestida de gala y con una corona de telarañas de cristal sobre un alto moño negro según mi compañero Adam (no es muy fiable, así que no le hago mucho caso), nos sacó de allí no sé como.
Me dirigí al edificio que había en el centro de la aldea, sin duda el más grande de todos. Mi "hogar", por así decirlo.
Mi padre estaba sentado en el centro de la estancia, en su "trono de rey del mundo"; demonios, como odio su prepotencia.
- Pa...padre, estoy de vuelta- dije titubeante. En estos momentos me aborrezco; me da miedo mi padre.
- El gran Derek Demons para ti, hijo.
- Y, sin embargo, tú me puedes llamar hijo- mascullé.
- ¿Qué?
- No he dicho nada pa...Gran Derek- mentí.
- Ya te castigaré después. Dime que me has traído- le tendí la pluma que Annabeth me había "entregado delicadamente" (me la lanzó, pero eso es lo de menos)- ¿ESTO ES TODO?-gritó, luego bajó la voz- Pero hijo, ¿no habías atrapado un dragón?
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El Ocaso de la realidad
FantasyA veces, Annabeth sólo quiere desaparecer de la faz de la tierra. Le hacen bullying en el colegio y no la entienden en su hogar. Y lo peor, su martirizadora es la hermana mayor de la única amiga que tiene en el mundo. Cuando esas emociones explotan...