El aire se impregnaba del olor de la muerte a cada paso que daba. Un olor que sólo yo, de todos los presentes, percibía. Una habilidad de cuya procedencia no me siento orgulloso.
Resistí el impulso de pellizcarme el puente de la nariz para no oler (sería sospechoso) y llegué a donde Annabeth yacía.
- ¡Pero qué diablos hacéis!- no fue muy correcto decir diablos allá arriba, pero no me retracté de lo dicho-. ¡Llevadla a urgencias, y rápido!
Lo siguiente fue muy confuso. Cogí la espada dorada que llevaba en el cinturón. Volé hasta la proyección de furia, que reía fuertemente. Y, sin darle ni un microsegundo para esquivar, la atravesé. Juro que, si me hubiera visto desde fuera en ese instante, no me hubiese reconocido.
El caso es que, en pocos segundos, el monstruo que había asesinado a la Lamicury estaba muerto. El olor que irradiaba lo confirmaba.
El cadáver se volatilizó y tras de si dejó un pedacito de plata tallado. Lo reconocí como la lámina que llevaba protegiendo toda mi vida, desde que tenía diez años.
La recogí del suelo y me dirigí a la sala de urgencias.
Allí estaba. La joven Lamicury estaba tumbada en la camilla, con su corto cabello luminoso desparramado alrededor de su rostro perfecto e inusualmente pálido. Parecería dormida si no fuera por la expresión de horror cincelada en sus facciones. El olor de su aura era el de una difunta.
- No está muerta, yo lo sé bien; he estado allí dentro- dijo alguien, pillándome por sorpresa.
A la izquierda de Annabeth, una chica la miraba con expresión expectante. Era alta y menuda, de piel tan pálida como la nieve recién caída y de cabellera negra como la pez recogida en un moño. Sus grandes ojos verdes brillaban de cariño y esperanza. Me resultaba vagamente familiar.
- ¿A qué te refieres con que no está muerta? Si huele claramente a...- me callé. ¿En que demonios pensaba? Mira que estar a punto de revelarle a aquella desconocida mi mayor secreto... Soy idiota.
-...a muerte- terminó mi frase, dejándome estupefacto.
- ¿Cómo...?- empecé a decir yo, pero ella me interrumpió.
- No tenemos tiempo para esto. Tienes que entrar en su mente y reunir los pedacitos, es la única manera. Se nos acaba el tiempo y eres el único capaz de hacerlo- iba a preguntar como sabía lo de mis dones "ilegales", pero me cortó antes de poder decir ni media palabra-. ¡Te he dicho que no tenemos tiempo, Aiden Skifall! Entra y reconstrúyela.
Dicho esto, me instó a llevar la mano a la frente de Annabeth y me metí en su mente.
- Cuidado con los dardos de memoria- eso fue lo último que oí.
Aquello era caótico. Recuerdos y divagaciones estaban estaban esparcidos por todas partes. Los trozos de la vida de Annabeth, momentos felices y momentos tristes (había más de eso último), estaban mezclados. Dardos de memoria cruzaban la zona, como buscando algo.
La desconocida tenía razón; si los dardos seguían pululando por la zona, significaba que aún había algo valioso por destruir. Que Annabeth seguía viva.
Instintivamente, me escondí tras un recuerdo de una noche de cine con una chica pelirroja. Justo en ese momento, un dardo pasaba por allí. Si me hubiese quedado donde estaba, estaría muerto. Di gracias a mi instinto y continúe.
La situación se repitió un par de veces. En todas me escondí tras un recuerdo (os prometo que no espié sus recuerdos. Sólo vi lo que había en la portada. No quería violar su intimidad).
Hasta que me tropecé con la solución. Literalmente, me caí encima de la pieza clave. Era una esfera dorada, un núcleo. Y estaba intacto.
Las palabras de mi madre me golpearon el cerebro: si el núcleo vive, lo demás sólo tiene que unirse.
Inmediatamente, supe que tenía que hacer. Murmuré unas palabras prohibidas, que ninguno de mi raza debería pronunciar jamás.
Casi instantáneamente, el núcleo se elevó y una fuerte ráfaga de viento empezó a reunir los recuerdos de Annabeth. Lo malo, que también alertó a los dardos de memoria y ellos me descubrieron.
No podía dejar que se acercasen al núcleo. En ese estado era muy vulnerable, un sólo golpe podría destruir a Annabeth para siempre.
Agarré mi fiel espada dorada y me puse a cortar dardos. Partía a algunos, pero aparecían más (¡venga ya! ¿cuántos dardos podía tener una persona? Se supone que cada dardo es un recuerdo doloroso; si había tantos, no me quiero ni imaginar lo recuerdos dañinos que habría en su cabeza).
Súbitamente, alguien me dio una palmadita en el hombro. ¡Era la desconocida!
- No hay tiempo para chorradas con la espada. ¡Usa tus poderes, idiota!
- ¿Mis poderes? ¡Si son ilegales!- no entendía como sabía que los tenía. Aunque tampoco me sorprendió. Había demostrado saber muchos de mis secretos.
- ¡En el Reino de los Sueños Celestes, pero no aquí! ¡Los cerebros son territorio neutral!- ahí tenía razón; daba igual en que territorio estuvieran, las mentes de cada uno eran como otro mundo.
Me concentré en mis pies, como solía decirme mi madre que hiciera cuando tenía que liberar mi fuerza. Sentí el poder corriendo por mis venas como hacía demasiado que no lo sentía. Llevé mis manos hacia delante y liberé lo que llevaba dentro.
No puedo describir lo que sentí. Era una mezcla de alegría, orgullo y culpa, añadiendo a la lista una conexión con mi pasado que creí haber perdido. Me sentía bien, pero mal al mismo tiempo; estaba salvando a una persona importante, pero a costa de traicionar a mi patria.
Cuando abrí los ojos, estaba de vuelta en la sala de urgencias. La desconocida me miraba, parecía feliz de que hubiese abierto los ojos.
- ¡Por fin, Aiden! Llevas un buen rato durmiendo, y te tengo que decir algunas cosas antes de que ella se despierte- señaló a Annabeth, que ya no olía a muerto. Sonreí; se pondría bien-. Primero me llamo Poppy- la amiga imaginaria de Annabeth; de la que la proyección de furia tomó la forma e identidad (¡por eso me sonaba tanto!)-, soy una imani, un espíritu de la imaginación. Salí de su mente cuando estaba agonizando; yo no podía hacer nada por ayudarla allí, mi condición me impide coger el núcleo- dicho esto, intentó agarrar sin éxito un vaso de agua-¿lo ves? Segundo, se tus secretos porque soy una criatura de la mente y, como tal, puedo leerlas. Y tercero, no voy a contarle a nadie quien eres en realidad, no soy una chivata, así que puedes estar tranquilo- yo iba a decir algo cuando me puso sus dedos intangibles sobre los labios-. No hables; va a despertarse y no queremos que descubra nada.
Asentí en silencio. Vaya, esa chica no me va a dejar mantener una conversación con ella.
Después de un rato, los párpados de Annie se movieron, dejando entrever sus preciosos ojos danzantes que cambiaban de color al parpadear.
- Hola- murmuró con voz rota.
Y, sin pensarlo, la abracé. Había estado a punto de perderla nada más conocerla personalmente, y no iba a arriesgarme a perderla de nuevo.
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El Ocaso de la realidad
FantasíaA veces, Annabeth sólo quiere desaparecer de la faz de la tierra. Le hacen bullying en el colegio y no la entienden en su hogar. Y lo peor, su martirizadora es la hermana mayor de la única amiga que tiene en el mundo. Cuando esas emociones explotan...