El Ejército del Faraón

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Luego de haber escuchado todo lo que Osiris había dicho, las emociones que experimentaba hacia ese dios o faraón, en ese momento, no sabía cómo describirlas: si temor, por todo lo que planeaba; si sentir lástima porque había dejado entrever su deseo de descansar eternamente; si rabia, por olvidar a la mujer que sacrificó todo por él; o compasión. Pero ninguno se asemejaba al odio que fue lo que creyó sentir en un principio. Realmente pensaba que Osiris vivía una lucha interna aunque ya había pecado de ingenua al principio, y no estaba dispuesta a caer nuevamente en su juego.

Si Osiris era tan buen actor como mago, había logrado gatillar en ella algo parecido a la comprensión, lo cual iba en contra de todo lo que creyó al inicio de esta odisea, por lo mismo debía tener cuidado en los pasos a seguir. Sabía el terreno que pisaba y con quién estaba tratando.

Además aún sentía ese hielo en el estómago y no era Isis precisamente quien hacía acto de presencia. No. Era un presentimiento fuerte, casi como una visión: Draco, su esposo estaba cerca. Lo sabía... o lo creía... No, imposible. Draco estaba a miles de kilómetros y a miles de años de distancia. Quizá nunca más lo lograra volver a ver, a besar, a sentir sus caricias y lo que era peor, quizá nunca más tendría en sus brazos a sus dos hijos. Sus dos pequeños que eran la luz de su existencia.

Una lágrima resbaló por su rostro mientras era llevada hacia el lugar de la ceremonia. Dos caballos zaínos tiraban del carruaje a paso lento, conducidos por un esclavo, en donde ella iba sola sentada en un compartimento especialmente alhajado para la futura Gran Señora: con cojines de seda y tules. La armazón de éste era de oro macizo y con detalles en forma de complicados arabescos.

Su vestido era cómodo, solo el collar le molestaba y su brazo cada vez más le ardía. Sabía que no era el calor reinante y el ambiente seco. Sudaba y temblaba, tal vez estaba sufriendo un posible shock anafiláctico tardío. Ya antes le había pasado cuando una abeja la picó en Tampa, necesitaba un antialérgico con urgencia. Su boca se secaba y sentía dificultad para respirar. Su brazo presentaba ahora varias manchas rojas que se habían transformado en un sarpullido que iba desde el hombro hasta la muñeca.

Mientras miraba por los tules blancos de los cuales colgaban algunas piedrecillas azules y otras blancas de nácar logró darse cuenta que toda la gente de la ciudad estaba parada en la calle esperando ver pasar el carruaje, de repente los caballos detuvieron su andar y supo que debía descender.

Se sentía mareada pero lo suficientemente capaz de mantenerse en pie. Debía estar loca, pero un aroma familiar a menta y madera inundó sus fosas nasales, eso venía a confirmar que sus sentidos estaban totalmente exacerbados desde hacía unos días, pues cada olor o cada sonido lejano, en ella se multiplicaban por tres.

Uno de los sirvientes de palacio deslizó hacia un costado la cortina y la invitó a descender del carruaje, era un poco alto para bajar rápidamente y sin que corriera riesgo su vestimenta, aunque eso era lo que menos le importaba. En ese instante un tenue destello de luz la alertó —similar al que se desprende de un espejo al chocar con la luz solar— y miró al frente tratando de ver su origen, pero advirtió que se acercaba Osiris con cara de enfado al ver que ella no bajaba del carruaje.

Hermione volvió a mirar ese destello y descubrió unos ojos verdes que conocía desde que tenía once años. Su corazón comenzó a latir más rápido ya que al lado de Harry, vio una figura más alta y atlética: —Draco —se dijo y no pudo evitar sentir un estremecimiento y una inmensa alegría. ¡Habían ido por ella! ¡Por Merlín, por lo dioses del Olimpo o por quien fuera, no estaba sola! Al fin podía ver la luz de la libertad, al fin podía soñar con abrazar a sus seres queridos, esos que creyó nunca más volver a ver.

OJOS DE ANGEL IV: SOMBRASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora