22. El contraataque

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Las murallas de la comunidad eran iluminadas por los últimos rayos del atardecer, Sam alzó los binoculares y miró alrededor de los muros, no habían tantos vigías, podía ser su oportunidad.
Bajó los binoculares y miró a su gente, el grupo estaba armado y listo para el último golpe, esta vez era recuperar la comunidad o morir en el intento, suspiró profundamente y alzó su mano, llamando la atención de todos.

—Sé que esto es demencial. Pero... estamos en un mundo demencial, ahora nos hemos dado cuenta que los muertos están lejos de ser el mayor peligro. Los propios vivos, son quienes ahora otorgan dolor y sufrimiento bajo la excusa de ser los salvadores de este mundo. Ellos piensan que están ganando, ahora es nuestra oportunidad, de demostrarles que se metieron con la gente equivocada —miró las murallas y después regresó la vista hacia su gente—. Ahora nos toca demostrar que las batallas no se ganan con los números, sino con el propósito. ¡Debemos pelear por nuestras familias, por nuestros amigos, por nuestro hogar, por nuestra libertad! —gritos se alzaron a la par que el sol se ocultaba por completo— Si es que este es el plan de Dios, entonces esta noche le corresponde al Diablo terminarlo.

Finalmente bajó del vehículo anfibio, Noah fue el primero en recibirlo con una sonrisa.

—¿Qué, ya lo tenías escrito? —bromeó recargando su metralleta. Sam respondió con otra sonrisa.

—¿Todo listo? —tomó su M-16 y se colocó un chaleco blindado.

—Eso parece.

—Bien. Todos a sus posiciones.

Rápidamente todos comenzaron a moverse hacia direcciones distintas, mientras que algunos se perdían en la espesura del bosque, otros cuantos entraban en los vehículos.
Sam se apresuró a llegar con Lily antes de que se resguardara en el anfibio junto a Diana y Peter.

—Hola, nena, ¿todo bien? —se agachó para mirarla directamente. Se veía muy preocupada.

—Sam... no, no mueras —pronunció sin dejar de temblar. Realmente no supo cómo reaccionar, retiró algunos mechones de cabello de su rostro y le sonrió.

—No lo haré, una vez que todo esto acabe, tendremos una mejor vida —entonces lo abrazó con fuerza, al sentir ese calor, una pequeña lágrima cayó por su mejilla.

—Está bien.

—Cuida a mi amigo, y a Diana —ella asintió. Se levantó y llegó con sus amigos.

Noah, Ann y Dash —uno de los amigos de Joseph— lo acompañarían a liberar la muralla de los vigías.
Se movilizaron lentamente a través del bosque y la penumbra, hasta que llegaron a los muros más cercanos.
Ann le entregó un silenciador que rápidamente colocó en el cañón de su arma, ellos hicieron lo mismo, apuntaron contra los hombres que vigilaban, y dispararon.

Todos cayeron en cuestión de segundos, ni siquiera alcanzaron a gritar. Salieron de entre los arbustos, Dash sacó de su mochila un garfio con cuerda, lo giró un par de veces y lo arrojó sobre el muro, una vez estuvo fijo, le hizo una seña a sus compañeros, comenzaron a trepar.

Escalar el muro no fue difícil, el óxido en el metal permitió que los zapatos se adhirieran bien, tampoco el bajar, cayeron cuidadosamente sobre el césped interior, el problema fue la sorpresa con la que se toparon al cruzar.

—No hay nadie —dijo Dash, y era verdad, las calles estaban aparentemente vacías, en la lejanía sí se alcanzaban a ver algunas siluetas, pero nada más, luego de que Sam y Noah hablaran con Solomon, él esperaba que prácticamente toda su tropa los estuviera esperando. Pero no fue así, y eso era lo que más nervioso lo había puesto.

—Esto es demasiado extraño —soltó Ann, miró en todas partes, nada.
Sam alzó su rifle y miró a través de la mira telescópica, y fue cuando un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

Solomon estaba caminando sin ninguna preocupación, estaba solo además, dos pensamientos fugaces pasaron en la cabeza de Sam durante un par de segundos, debía Matarlo ahora que tenía oportunidad o... o era una trampa.
Su mente abandonó todo pensamiento racional, se levantó corrió hacia él.

—Sam —exclamó ella sin levantar la voz. No le hizo ningún caso, siguió corriendo, ellos dos comenzaron a seguirlo.
Sam se movilizaba rápida pero discretamente a través de las casas y las calles, cada vez más cerca de él, finalmente llegó a la esquina de una casa, Solomon pasaría por ahí en cuestión de segundos, rápido revisó su cartucho y lo colocó, respiró agitadamente mientras el sudor caía sobre su frente. Escuchó con atención, ya estaba a pocos centímetros de él, volteó una vez hacia atrás, y se topó con los rostros aterrados de sus compañeros, la mirada que más mostraba desesperación, era la de Ann, pero no fue suficiente para evitar que hiciera algo.

Apretó los ojos y finalmente salió de cobertura, recibiendo con el cañón justo en la frente de Solomon, el tiempo se congeló.
Y aún con todo eso, él sonrió.

—¿Sam, verdad? —era como si el tener el cañón sobre su cabeza fuera lo más gracioso que jamás hubiera visto- Ahora que estamos juntos, debo decir que en verdad me impresiona lo que han logrado.

—Cierra la boca —quitó el seguro, mientras que acariciaba el gatillo—. Todo termina ahora.

—No lo creo —silbó con fuerza, y fue cuando sus hombres comenzaron a salir, de entre las casas, ocultos en la oscuridad, incluso entre los arbustos, en un parpadeo se encontró rodeado.

—¡Todos, bajen sus armas o él muere! —amenazó sin bajar su arma.

—No creo que debas hacer eso, a no ser que quieras que tus amigos mueran.

Un grupo salió, llevándolos igualmente a punta de cañón, Sam tembló y lo miró con furia, cada segundo su cuerpo le gritaba que jalara del gatillo. Pero no lo hizo, bajó su arma y dejó escapar un lamento.
Solomon colocó una mano sobre su hombro y lo miró con pena.

—¿Ves, no es mejor cuando todos cooperan? —tras eso, le asestó un puñetazo directo al rostro, cayó al suelo mientras un zumbido azotaba sus oídos.

—¡No! —oyó gritar a Ann, alzó la vista y Solomon lo pateó justo en el rostro. Escupió sangre, y él siguió.

Impotentes miraban sus amigos mientras el padre le propinaba una paliza sin igual, Sam acabó con el rostro lleno de moretones, cortes y sangre por doquier. Solomon, agitado miró sus puños, y comenzó a reír.

—Sabes, creo que cambié de parecer, no me impresionas nada, ninguno, solo son un grupo de niños idiotas que creyeron que por saber usar un arma ya podían determe —se agachó y lo sujetó del cabello con fuerza, levantó su rostro y colocó una pistola sobre su sien—. Quiero que los mires, mira a tus amigos una última vez.

Sus rostros, el llanto de Ann, era algo que simplemente le partía el corazón, todo había terminado. Lo puso de rodillas y jaló la corredera, colocó nuevamente la pistola sobre su cabeza.

—¿Últimas palabras, hereje?



LA CEPA: DOMINACIÓN (En Edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora