Un verdadero volcán

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CAPÍTULO XXII

(Nora)

Un verdadero volcán

Y solo así lo haré,

solo así me olvidaré de él.
Cuando me hagas el amor dejas tus huellas,
llévame hasta las estrellas.

Solo así lo haré,

en tus labios me refugiaré.
Y tal vez después te quiera mucho más

o te ame como hoy lo amo a él.

Así lo haré, Malú

Acabamos de llegar a París. Sabía que tenía que volver algún día a esta preciosa ciudad. El autobús nos ha dejado hace unos minutos frente a la puerta de este hotel tan impresionante, y ahora mismo observo el elegante y espacioso vestíbulo como si me encontrara en la mismísima Capilla Sixtina. Todavía no me acostumbro a los hoteles de cinco estrellas y las limusinas.

Veo que Marc se acerca a Diego y a mí. A juzgar por la expresión de su rostro, seguramente la recepcionista le ha puesto algún inconveniente.

—Diego, falta una habitación.

—¿Cómo?

—Lo que has oído, que falta una habitación individual —repite Marc—. Al parecer, sólo hemos reservado once.

—Bueno... algo podremos hacer. Negociando se arregla todo, ya me entiendes —dice Diego y se dispone a acercarse a la recepción.

—No, Diego, espera. —Le agarro del brazo y, en ese mismo momento, me parece no ser yo la que ha hablado. Y, sin embargo, continúo—. Yo puedo dormir contigo... si tú quieres.

—¿En serio? —inquiere con una sonrisa pícara que trato de ignorar.

—Al fin y al cabo, el otro día acabamos durmiendo juntos y salí ilesa —digo sin saber qué expresión adoptar mientras Diego me sostiene la mirada.

—¿Esto es porque sabes que mi habitación tendrá vistas a la Torre Eiffel?

—¿A qué viene eso? Sólo intento ahorrarte una molestia.

—No seré yo quien se niegue.

Pasamos el día haciendo lo que yo he denominado turismo en limusina. El primer sitio que visitamos es Opera; un pianista toca al pie de la espléndida escalinata de la academia nacional de música, y el vendedor de un puesto de flores me regala una rosa roja. Luego vemos la iglesia de la Madeleine, tan parecida a un templo griego. Diego me cuenta curiosidades como que esa puerta de bronce es aún más alta que la del Vaticano y que hay exactamente cincuenta y dos columnas. También pasamos junto al famoso Museo del Louvre, su Arco del Carrusel y sus pirámides de vidrio, y nos salen unas fotos preciosas.

—Me muero de hambre, Diego —digo, llevándome las manos a mi estómago vacío.

Comemos pollo asado con patatas fritas en un agradable restaurante y luego seguimos nuestro trayecto hacia la catedral de Notre-Dame, merendamos un riquísimo croissant parisino y terminamos en el Barrio Latino. Se nos agota el tiempo, quizá mañana podamos visitar la Torre Eiffel, el Moulin Rouge, Montmatre y el Sacré Coeur.

Por la noche, en el propio hotel nos han preparado la fiesta de fin de gira. Diego se ha ido de la habitación a cambiarse con los chicos y yo intento mantener la calma mientras Sandra me aplica el último toque de sombra de ojos, sólo un poco más.

—Ahora lo difumino así y... ya está. ¡Perfecta!

—¡Dios mío, Sandra! Realmente eres una experta en maquillaje —interviene Ainhoa—. La has dejado monísima.

Si te enamoras, pierdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora