VII

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La mañana había comenzado con un hermoso cielo gris y nublado, que se mantuvo hasta ciertas horas de la tarde para después desaparecer; cualidades del bellísimo Boston y desventajas del apresurado cambio climático.

Opté finalmente por llevar uno de mis abrigos, era ligero y sería sencillo cargarlo en las manos si hacía mucho calor, pero vaya error el mío.

Mis dientes comenzaron a hacer un sonido de titireo en reacción al frío que se abría paso por entre la tela de la ropa. Coloqué las manos sobre mis brazos, encajando los dedos en el algodón de la ropa, al menos para darles un poco de calor, ya que me costaba doblarlos por lo entumidos que se encontraban.

Cuando finalmente estaba cerca de la entrada, aceleré el ritmo de mi caminar, y en menos de un minuto ya estaba adentro.
En cuanto la puerta se cerró a mis espaldas, me di el lujo de tomar aire, sentía que mis pulmones se habían congelado y comenzaba a maldecir en mis adentros por no haber invertido mis ahorros en un auto.

Quité la delgada capucha del abrigo y traté de recoger con mis dedos todo el cabello que me fuera posible, para así poder amarrarlo y que dejara de estorbarme mientras hacía mi trabajo.

—Buenas tardes, Athenea.

—Buenas tardes, Margaret. — sonreí a una de mis compañeras.

—No me hagas mucho caso, pero creo que te tienen un paciente nuevo.

—¿De verdad?, me parece increíble, preguntaré sobre ese asunto en cuanto termine con el chico de hoy.

—De acuerdo. Suerte con ello. —me regaló un guiño e ingresó al elevador.

Traté de hacer que la delgada liga resbalase por mi muñeca, para así poder finalmente amarrar los cabellos sueltos.

En cuanto logré hacerlo, me aseguré de que no hubiera un solo cabello fuera de su lugar, por desgracia para mí, no tenía la cabellera más lisa y peinable, pero había quedado mejor que en otras situaciones.

—Creo que se te cayó esto.

Miré al frente y de inmediato mis ojos chocaron con un rostro desconocido y llamativo, pero había algo en él que parecía conocido.

Vestía simples ropas de invierno, pero no parecía muy abrigado, era como si un simple suéter pudiera evitarle pasar frío en un clima como el de afuera, además de que lo llevaba remangado. Ignoré aquello y me fijé en la pulsera que sostenía sobre su mano, pero algo llamó aún más mi atención.
En sus brazos habían marcas, rasguños y pude sentir familiar la imagen que estaban imprimiendo mis ojos en ese momento. Él pareció incomodarse por la atención que le ponía descaradamente a su piel, y desdobló las mangas del suéter, cubriendo aquellas marcas que no parecían frescas, eran más bien costras.

—Oh, lo siento.

Alcé la mirada nuevamente y entonces entendí el porqué de la familiaridad.
No quitó sus ojos de mí, ni parecía tan incómodo como su gesto me había indicado, más bien, parecía indescifrable. Sus gestos no decían mucho.

—Es tuyo, ¿no es así?

Asentí sintiendo imposible quitarle la mirada de encima. Volví a sentir aquel peso sobre los hombros que su presencia me había provocado hace no mucho, quizá un par de semanas atrás. Odiaba la sensación.

—Sí, muchas gracias. —estiré mi brazo imitando sus seguridad y tomé mi pertenencia.

Sus ojos eran de color claro, pero aparentaban ser más oscuros y eso me confundía bastante.

—No hay porque. —relajó sus hombros alzándolos despreocupado y me sentí extraña.

La pesadez que su mirada me transmitía, hizo que un montón de cosas incoherentes me pasaran por la mente.
Sentía curiosidad; ¿de qué?, no era algo claro, no sabía qué clase de preguntas tenía y porque él causaba esa sensación de duda, pero quería respuestas.

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