Capitulo 5

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La Paz es una ciudad de mentira", pensé. "Es una broma pesada".

Desde la carretera que bajaba del aeropuerto se la veía pequeñita, metida en un hoyo en la mitad de aquel Altiplano desierto, como si alguien la hubiese plantado allí por una apuesta o algo parecido. Y parecía que ese "alguien", para hacer la ciudad, había espolvoreado luego las casas sobre el hoyo. Las más pobres se habían quedado en los bordes y en las paredes del agujero, desparramadas de mala manera. Y las más ricas habían ido a parar al fondo, más ordenaditas.

El taxi bajaba a tumba abierta hacia el centro del hoyo. Hasta que en algún momento estuvimos dentro y empezó el gran follón.

Un montón de autobuses destartalados interrumpía el tráfico cargando y descargando pasajeros. Los coches atascados pitaban todos a la vez.

Un pobre muy pobre metía la cabeza por una ventanilla de nuestro taxi:

- Regalame...regalame para un pancito... - gemía.

Una niña de cara sucia asomaba la cabeza por la otra ventanilla:

- Comprame masticables...Diez por un peso.

Un chaval caminaba entre los coches vendiendo periódicos:

- ¡La Razón, Presencia, Diario!

- ¡Hay caneeeela hay leeeeche hay creeeeema! - gritaba una vendedora de helados.

- Dolarés dolarés...Cambio dolarées - voceaba un hombre sacudiendo un fajo de billetes.

El aire olía a mil cosas y ninguna me gustaba.

Había demasiado color, como si fuera un anuncio de Kodak: las frutas de los puestos de la calle, las ropas de las mujeres, el azul del cielo...

Había demasiada gente, como si toda hubiera salido a la vez a la calle. Vi muchas caras oscuras, como sucias, y muchas ropas pobres. Y luego ya no vi nada más porque no me entraban más cosas en la cabeza y apreté los ojos y no los abrí hasta que Padre me hizo bajar del taxi.

- ¡Ya estamos en casa!

Miré al frente. Miré hacia arriba. Miré aún más arriba. Miré aún más arriba. Aquel edificio no se acababa nunca.

- ¿Qué te parece? Vamos a vivir en un piso veintidós. ¡Tres mil seiscientos metros más veintidós pisos! Poca gente en el mundo puede presumir de vivir tan alto.

Padre en todo encuentra motivo de entusiasmo. En aquel momento yo todo lo encontraba horrible y hasta absurdo.

- ¡Y mira que piso! Grande, bonito, moderno...- insistió Tijeras cuando entramos en nuestra nueva casa.

Más absurdo todavía. ¿Qué hacía ese piso de lujo en medio de aquella ciudad de locos? ¿Y qué hacía aquella ciudad de locos en medio de la Nada?

Porque alrededor de La Paz estaba la Nada: esas montañas peladas y desiertas, como lomos de animales muertos, que había visto desde el avión. Me dio por pensar que alguna de esas montañas iba a sacudir el espinazo y toda La Paz se vendría abajo. A veces se me ocurren ideas absurdas como esa y tengo miedo. Como que cuando bajo un escalón a oscuras no va a haber nada bajo mi pie y voy a caer y caer para siempre. Ya sé que es tonto, pero qué le voy a hacer. Uno no se asusta cuando quiere. Así que la cosa es que en aquel piso sentí vértigo, y miedo, y ganas de agarrarme de algo sólido.

Suerte que encontré al Illimani.

El Illimani, aquel monte nevado que habíamos sobrevolado en el avión, se asomaba como si fisgara a la ventana de la que iba a ser mi habitación. Se le veía enorme y precioso. Hasta le perdoné el susto que me había dado durante el vuelo. Ahora no me resultaba amenazador como los otros montes más pequeños. Al contrario. Su cabezota blanca tenía algo protector, como de abuelo.

- Es que es en cierto modo un abuelo, y también es protector - dijo Padre -. Los indígenas creen que sus dioses y sus antepasados más honorables se encarnan en la naturaleza. Los más importantes se encarnan en las grandes montañas. Son los acha...acha...

Hoy, con bastante retraso. Puedo echar una mano a Padre y concluir la palabreja que entonces se le atascó: achachilas, así se llaman los espíritus de los antepasados encarnados en la naturaleza.

- Bueno...los acha-lo-que-sea. Ahora siéntate aquí y verás lo que es bueno.

Me senté junto a Padre en el sofá situado frente al ventanal del salón.

A través del cristal se veían las laderas que rodeaban la ciudad, o sea, las paredes del hoyo donde estaba metida La Paz. Sí, esas paredes donde "alguien" había desparramado las casas más pobres y más feas. Estaba atardeciendo.

- Eso es El Alto - Padre señaló las casuchas -. En realidad es una ciudad aparte de La Paz, donde vive la gente humilde, indios y mestizos pobres. Allí arriba en muchos sitios no hay calles, ni alcantarillado, ni electricidad, ni agua...Cada día llega a El Alto más gente del campo buscando trabajo. En cuanto pueden, se levantan una casa con sus propias manos, con adobe y ladrillo. Y El Alto va creciendo a toda pastilla*. En cambio La Paz, donde viven los blancos y los mestizos con dinero, va creciendo despacito en su hoyo.

A medida que oscurecía, se iban encendiendo luces en las laderas "de los pobres". Las casuchas deprimentes iban desapareciendo y se convertían en puntos de luz. Me acordé del belén que ponen en la parroquia de al lado de casa por Navidad, en el que se hace de noche y de día. Cuando todas las luces estuvieron encendidas, me dieron ganas de aplaudir. Y sobre todo me quedé más tranquila al no tener a la vista aquellas casas que me recordaban que, mientras yo estaba en mi piso veintidós calentita y a gusto, había muy cerca otra gente que no lo estaba tanto.

A toda pastilla: a toda máquina.




La Tierra de las Papas - TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora