No sé si me "cogió la Tierra", como aseguraba don Melchor, o me cogió el sol y tuve una vulgar insolación, como decía Eliana. La cosa es que al poco de volver a La Paz estaba otra vez tan campante. Después de cinco días dando tumbos por el Altiplano, me pareció increíble poder ducharme de nuevo, y dormir en una cama de verdad, y comer algo que no fuesen papas, y darle al interruptor de la luz y que se encendiera. Me prometí que no iba a volver a dar esas cosas por supuestas. Durante una semana, abrir un grifo, encender la luz, meterme entre las sabanas, comer una manzana... fueron como milagros pequeños que agradecía no sabía muy bien a quién: ¿A Dios? ¿A la Pachamama? ¿Al destino? Claro que enseguida volvió a ser como siempre, y había que oírme maldecir como un camionero cada vez que se estropeaba el agua caliente.
En mi pacto con la Pachamama prefería no pensar mucho. A ratos me sentía ridícula por haber tenido una idea tan absurda. Y ratos me sentía avergonzada porque a lo mejor la idea no era tan absurda y yo no estaba haciendo nada por cumplir mi parte. Claro que tampoco sabía muy bien en qué consistía mi parte. Estuve muchas veces a punto de hablarle del pacto a Casilda. A lo mejor le hubiera parecido de lo más normal. Pero mientras me decidía, otra cosa se puso en medio: empezó el curso en el colegio angloamericano.
Ir cada mañana al colegio era como viajar a otro país. Y el país al que más se parecía aquello era Estados Unidos, si es verdad lo que enseñan en las películas. Allí no había casi caras morenas, todos hablaban inglés y todos tenían uno de esos armarios de metal que ellos llaman lockers y se ven en las películas americanas. Siempre me había hecho ilusión tener uno.
Servían hamburguesas y donuts en la cafetería, aprendíamos historia de Estados Unidos y nos saludábamos diciendo hi.
A la salida había hasta coches con chófer esperando a los alumnos, y solo recordaba que estábamos en Bolivia cuando veía en la esquina a la chola Pancha en su puesto lleno de chocolates, chicles y dulces de maní a cincuenta centavitos la media docena.
Caí bien. Mira por dónde, les hizo gracia mi acento español y mi inglés patatero. Todo el mundo quería hablar con la española, la nueva. Las chicas me invitaban los fines de semana a sus casas con jardín a las afueras de La Paz. Salíamos a tomar pizza con coca-cola y a tontear con los chicos. Cantábamos canciones en inglés. Como pasa tantas veces (por lo menos a mí me pasa), lo que esperaba horrible acabó resultando hasta agradable. Empecé a estar muy ocupada.
A Casilda solo la veía un ratito al volver al colegio, si es que todavía no se había marchado. Perdí la costumbre de ir a la cocina a charlar con ella. Un par de días vi un montón de papas sobre la mesa, pero pensé que estaban allí por casualidad. Apenas sacaba una hora a la semana para continuar nuestras clases de lectura. Ella misma ya no parecía tan interesada en aprender. Se distraía, tartamudeaba, enrojecía por nada, como si fuera otra vez la Casilda del día en que nos conocimos.
Parecía que el estar ahora tanto tiempo separadas había hecho retroceder nuestra relación al principio. Y yo no tenía paciencia para andar otra vez todo aquel camino. Me enfadaba cuando veía que Casilda olvidaba cada día más de lo que aprendía, o cuando aseguraba haber comprendido lo que no comprendía. Así que interrumpía la lección porque no tenía tiempo que perder, y aún debía hacer los deberes, y grabar una casete que me habían prestado, y escribirle a Bea que Quién-tú-ya-sabes era un poroto* al lado del ñato que acababa de conocer-
Poroto* un poroto es una alubia, vaya, algo insignificante.
ESTÁS LEYENDO
La Tierra de las Papas - TERMINADA
AcakA María que ha nacido y vivido siempre en Madrid, se le cae el mundo encima cuando su padre le dice que se van a vivir a Bolivia. Lo primero que hace es declararle la guerra fría; lo segundo, consultar en un atlas: ¿dónde queda Bolivia? Lo tercero e...