PRÓLOGO

252 41 24
                                    


La noche había caído y todos sabíamos lo que venía ahora: rezar y dormir.

Aquí nadie es feliz. Es cierto que tenemos algo que comer y una cama donde dormir, pero no tenemos amor, cariño, confianza... Lo básico.

Nuestra "casa" era simple. Era un edificio grande, de piedra, lleno de habitaciones por todas partes. La mía era la más alejada del pasillo. Pequeña, con forma redonda y formada por una cama de tabla dura, un pequeño lavabo, una mesa redonda de tamaño diminuto y una silla que hacía las veces de armario. Mi ropa entraba allí perfectamente, ya que sólo tenía unos viejos pantalones de pana desgastados y llenos de agujeros; y una camisa que en su día debía de ser blanca pero ahora era de un color grisáceo.

Tampoco nos enseñaban a leer y escribir. Aunque yo sabía; mi madre me había enseñado unos años atrás. En éste lugar sólo se aprendía a robar para sobrevivir. Ya en mi cama y tras haber rezado mis oraciones, permití que mi mente se distrajera.

Sólo me quedaba medio año para salir del orfanato, estaba a punto de cumplir los dieciocho años. No sabía todavía lo que iba a hacer cuando me fuera de aquí, sabía que nos daban algo de dinero para empezar una nueva vida pero que no era mucho.

La mayoría al salir de aquí, terminaban viviendo en la calle sin nada que llevarse a la boca y de una forma humillante. Yo no quería eso, lo tenía claro. Sería la excepción.

Esa noche, caí rendida entre las sábanas. Habíamos trabajado duro todo el día para atender nuestros huertos, que eran nuestra mayor fuente de alimento.

Un sonoro estruendo me despertó. Me levanté deprisa para esconderme debajo de la cama, estaba aterrorizada. Los gritos de nuestros cuidadores eran cada vez más fuertes y no tenían pinta de terminar. Comencé a temblar sin darme cuenta y decidí cerrar los ojos con todas mis fuerzas, apretándolos de una forma que hasta dolía.

Pocos minutos después oí abrirse la puerta de mi habitación. Lo único que conseguía ver era unos zapatos paseando por la estancia. No eran como los míos, color beige y rotos por el desgaste, sino de un color blanco brillante, que casi deslumbraba. De repente, el intruso dejó de caminar y se quedó totalmente quieto.

Después de oír una carcajada sonora, unos ojos azules se asomaron debajo de la cama.

-Aquí estás. ¿Pensaste que no te encontraría? - me agarró del brazo y tiró de mi de forma brusca para sacarme de mi escondite y colocarme de cara a él. Tenía un rostro magnífico, un tono de piel extremadamente claro pero bello, un pelo negro como el azabache, unos ojos azules y fríos como el hielo, grandes y con largas pestañas. Lo que más me llamó la atención fue su nariz, larga y afilada de una forma exagerada y esa sensación que desprendía. Fuerza, frío, poder, maldad...

Era un hombre aterrador y su altísima estatura no ayudaba a tranquilizarme. Sus ropas eran negras, cubiertas por una gran capa blanca, del mismo blanco que sus zapatos.

Lo último que recuerdo, es cómo clavó sus ojos en los míos y comenzó a pronunciar unas palabras en un idioma que yo no entendía, aunque juraría que lo había oído alguna vez. Antes de caer en un profundo y pesado sueño pude ver como la puerta de mi habitación saltaba por los aires. Estaba tensa y asustada pero no conseguí saber lo que sucedía.

Al despertar, sentí un dolor punzante en mi cabeza. Era incómodo pero soportable. Inmediatamente comencé a revisarme: mi cuerpo estaba en perfecto estado, ni un rasguño que no tuviera antes, lo único nuevo era el dolor de cabeza.

¿Ese hombre no me había hecho nada? Juraría por como me miraba que iba a hacerme algo malo. Al levantar la vista me di cuenta de que esa no era mi habitación.

Estaba tendida en una cama, pero no era de tabla como la mía, estaba mullida y era alta. La estancia tenía forma cuadrada y a parte de mi cama, había un escritorio de madera maciza de un gran tamaño, una mesa más pequeña rodeada por dos sillas y un armario de tamaño normal, pero un armario de verdad. Al fondo, había dos puertas: una a la derecha y otra a la izquierda. Por encima de mi cabeza y de la cama se encontraba una pequeña ventana redonda.

No sin esfuerzo conseguí incorporarme de la cama y decidí mirar por aquella ventana para adivinar dónde me encontraba. Pero me sorprendió no ver nada más que unos rayos de luz que se filtraban, por lo que supuse que era de día. Pero el resto era negro. Era como si al otro lado de la ventana hubiera un edificio de piedra oscuro que no te dejaba ver más allá.

Debería sentirme nerviosa, me encontraba en un lugar desconocido para mí y lo único que recordaba eran los ojos de aquel hombre, pero no era así. Tenía una sensación de seguridad extraña, como si en esa habitación no pudiera pasarme nada.

Ya que no había averiguado nada, caminé hacia las puertas y al abrir la de la derecha, vi un aseo. Me quedé impresionada al verlo, era parecido al que tenía cuando vivía con mi madre: de un tamaño normal, con un lavabo, una bañera y un sanitario. Había toallas perfectamente dobladas y sin un sólo agujero. Estaba dudando si meterme a la bañera o no, cuando oí que se abría la otra puerta. Salí de inmediato del baño para chocarme de frente con una mujer.

No era muy alta, pero tenía un rostro bellísimo. Castaña con el pelo corto y unos ojos naranjas como el fuego. Iba vestida con ropas grises y cubierta con una capa azul. Ambas nos escrutamos con la mirada y finalmente ella sonrió.

-Bienvenida, humana. Soy Amaris. ¿Cómo te encuentras?

La pinna dorada    Torre de Praesidium I.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora