CAPÍTULO CINCO.

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—No me grites, Fortis. En el fondo sabes que tengo razón. Ese hombre era peligroso, debemos irnos de aquí de inmediato, no estamos seguros. Escucha, fallé una vez con mi intuición, pero no lo haré dos. Y puse tu vida en peligro una vez, pero no volverá a ocurrir. — Seguía enfadado, pero se logró sosegar.

—Lucy, no quiero tratarte mal. Si ese hombre hubiera sido peligroso, yo lo habría visto de inmediato. Voy a ir a buscarlo —dijo mientras se dirigía tras los pasos de Menses.

—Para, por favor. Hagamos un trato — Pensé rápidamente. —Hablemos primero con Amaris. Si ella está de acuerdo, iremos a buscarlo. ¿De acuerdo?

—Está bien, usaré mi pinna para ello. ¿Cuándo Amaris me de la razón, me dejarás en paz? —Asentí de inmediato y sin mediar palabra, se encerró en la habitación que había ocupado, poco después me llamó para que entrara. Lo que vi, me dejó con la boca abierta. Había una especie de globo, flotando delante de mis ojos, era transparente y poco a poco se iba formando la imagen de alguien: un cuerpo, unos brazos, una cabeza...

— ¡Amaris! — Exclamé con un grito ahogado.

—Hola, jóvenes. ¿Habéis tenido algún problema?

Mi amigo le relató todo lo ocurrido con Menses, con pelos y señales. La Ángelus asentía continuamente sin interrumpir y prestando atención. Cuando éste terminó y tras soltar un largo suspiro, nos dio su opinión.

—Fortis... Lucy tiene razón. Yo no vi su mirada, ni su comportamiento, pero esa forma de actuar no es típica de un Aliena. Como bien sabes, son criaturas bondadosas, sabias, poco sociables y sobre todo, desinteresadas. Un Aliena jamás pediría nada a cambio de un favor. Sin olvidar, que lo que os ha pedido, ni siquiera es un favor.

—Pero... ¿qué interés podría tener en apartarnos de nuestro camino? — Murmuró Fortis en un tono de voz poco audible.

—No lo sé, pero no pinta nada bien. Iros de allí inmediatamente, estáis cerca de vuestro destino y podéis llegar a tiempo. — Sin más explicaciones, Fortis cortó la conexión. Me moría de ganas de preguntarle por ese globo magnífico, pero sabía que no era el momento. Teníamos que irnos y ambos, sin dudarlo, nos pusimos en marcha. Nos cargamos de provisiones, comimos algo rápido y salimos a la oscura noche para continuar con nuestro viaje.

No tardé en darme cuenta de que habíamos llegado a nuestro destino. Estaba amaneciendo pero aún estaba oscuro. Nos encontrábamos cruzando un estrecho sendero, rodeado de vegetación por ambos lados y lleno de ojos brillantes que nos miraban tras los arbustos. Sabía que los Missionarii, no se dejaban ver fácilmente, por lo que si me acercaba a alguno de esos pares de ojos, desaparecerían al instante. También me ayudó a reconocer aquel lugar, la sensación que me transmitía: paz, responsabilidad, trabajo, lealtad.

Me estaba costando acostumbrarme a las sensaciones nuevas que sentía en ese mundo, era como si pudiera saber todo lo que hay en mi entorno, sin ni siquiera verlo. Era agradable pero a la vez confuso, aunque estaba segura de que podía acostumbrarme, me gustaba.

Al final del sendero, había un claro, también rodeado por árboles que desprendían una luz mágica, no podría describirlo de otra forma. Esa vibración desprendía magia allá donde miraras, como la vez que presencié la conexión con Los Señores. Al lado de cada árbol, había un buzón. Todos ellos del mismo tamaño y con la misma forma, todos apagados excepto uno. Brillaba con una luz cegadora pero pacífica a a su vez.

—Ese es el nuestro. — Aseguró Fortis.

— ¿Nuestro qué? —pregunté sin entender.

—Estos buzones pertenecen cada uno a su Missionari. Y éste debe de ser el de invitados. Cuando se iluminan, significa que su señor tiene un encargo o mensaje para ellos. — Sin más explicación abrió el buzón, que respondió a su tacto con una leve sacudida. Una nube de letras salió de él flotando en el aire, como si de una pinna escribiendo su mensaje se tratara. Formaron una frase que para mi sorpresa estaba en mi idioma.

"Bienvenidos, Altis os llevará hasta mi. Seguidlo"

Cuando iba a preguntar quién o qué era Altis, una pequeña persona emergió de entre los árboles y se dirigió hacia nosotros con paso decidido. Con un simple movimiento de cabeza, nos indicó que le siguiéramos, lo que hicimos de inmediato. Nos hizo caminar tras de él durante varios minutos por un bosque cada vez más iluminado por la llegada del nuevo día. Atravesamos más claros como el anterior, senderos, riachuelos, zonas con flores y con animales. Para finalmente, detenerse delante de una cabaña de un tamaño extremadamente pequeño. Con otro gesto de cabeza, nos indicó que entráramos, algo que no fue fácil ya que nosotros teníamos el doble de altura que la puerta.

Un hombre de muy baja estatura y sin un sólo pelo en la cabeza, nos miró con curiosidad. Después de un leve gesto de su mano, Altis abandonó la cabaña tan silencioso como había llegado al claro. Al observar más detenidamente al Missionarii me di cuenta de que las ropas que llevaba eran más humanas que de ese mundo, que su nariz era alargada y sus pómulos extremadamente marcados, sus ojos negros como el carbón. Aquella mirada me resultaba extrañamente familiar aunque no supe reconocer por qué.

—Bienvenidos a mi hogar —dijo con una sonrisa amistosa.

—Gracias por recibirnos, estamos aquí por orden de Los Señores. — Se apresuró a responder Fortis.

—Eso ya lo sé, joven. Ellos se comunicaron conmigo y me pidieron que os explicara todo lo que se. — Después giró su cabeza y posó sus ojos sobre mi. Reconozco que me sentí intimidada, por lo que agaché la cabeza.

—Hola Lucy, ¿cómo estás "hija de Dios"? — Aquellas palabras sí que eran familiares para mí. "Hija de Dios", no podía ser lo que mi mente estaba pensando atropelladamente. Esa manera de referirse a mí, esos ojos negros, esa mirada...

— ¿Padre Francisco? —pregunté tartamudeando. Fortis me miró sin entender.

—Lucy, no seas irrespetuosa. El es Prínceps, el señor de los Misionarii y debes dirigirte a él como tal. — Me reprochó enfadado. Ya me disponía a responderlo, pero Prínceps me cortó.

—No la reprimas, joven. Ella tiene su parte de razón. — Fortis lo miró extrañado y yo en ese momento, despejé todas mis dudas. Era él, se trataba del padre Francisco, el sacerdote que nos visitaba cada domingo en el orfanato. Siempre había hablado mucho con él y mis confesiones eran mucho más largas que las de los demás. Recuerdo su sonrisa y los caramelos que me daba antes de irse. Y ahora, lo tenía delante de mi, pero era un Missonarii, una criatura de otro mundo.

—Pero... ¿cómo...? No entiendo nada, padre Francisco. ¿Usted es...? — Acerté a decir.

La pinna dorada    Torre de Praesidium I.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora