Capítulo XIII

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Sus labios se fueron acercando más y más a mi rostro, cada vez más cerca hasta que, con delicadeza, rozaron tiernamente mi frente. Por aquel entonces notaba la sangre subirme a las mejillas, como mi garganta se resecaba hasta fines incontables. ¿Pero qué me pasaba?
Sus manos apretaban ligeramente mis brazos, arrugando la prenda. Abrí los ojos a más no poder al observar cómo se separaba de mí con aquella característica sonrisa barnizada en marfil. Se revolvió el cabello haciéndome una seña para que lo siguiese. Así hice.

Nada más entrar en el coche, noté mi cuerpo liguero. Como si años y años de sufrimiento se hubiesen esfumado en un santiamén. Cerré los ojos, dejando soltar todo el oxigeno contenido en mis pulmones y acto seguido abroché mi cinturón.

—Ahora solo toca esperar, Anna.— Dijo con aquella profunda voz.

—Lo sé.— Intenté relajar cada músculo antes de tensarme.— Lo sé...— Murmuré.

Estaba decidida ha acabar con aquello de una vez por todas y aquel solo era el primer paso. Ahora mismo solo tenía ganas de llegar a la oficina para ponerme a trabajar y así dejar el tema aparcado a un lado.
Me dio la sensación de que conducía a la nada, ya que se desvió del camino habitual para llegar a mi trabajo.

—¿A dónde vamos?— Fruncí el ceño mientras posaba mis ojos en él.

—Debo parar en un lugar antes de llevarte.

Suspiré no replicando. Recostándome en el mullido asiento de cuero, dejé que los minutos pasasen como por sin querer, manteniendo mi mente en blanco.

—Anna, hemos llegado.— Me zarandeó con cautela.— ¿Qué haces ahí parada? Vamos.

Pestañeé seguidas veces. Había quedado tan absorta en mí misma, que no me había dado cuenta de que Derek había estacionado el coche y había dado la media vuelta para abrirme la puerta.
Nada más salir, me fijé que nos hallábamos en un lugar plenamente distinto al de la ciudad. Una casa en medio de decenas de hectáreas, era la única visión que tenía del recinto.

—¿Dónde estamos?

—Te he traído a un amigo para que hables con él.

—¿Un psicólogo?— Interrogué cruzándome de brazos.— No necesito terapia y tú mismo lo sabes, así que por favor...

—Deja de mentirte.— Su tono de voz, fría como el glacial en invierno, produjo que quedara parada.— No estás bien. Ni por fuera, ni por dentro.

—Sí lo estoy. No me hace falta un loquero.

—No es un loquero Anna. Es un profesional que trata todo tipo de casos.— Dio un paso al frente en mi dirección.— Tienes que dejar de hacerte la fuerte, te quiero ayudar.

—Ya me has ayudado. Ahora sí eres tan amable, llévame al trabajo.

—¡Dios Santo! ¿Quieres dejar de ser tan cabezota?— Sabía que estaba molesto por su tono de voz. No podía hacer nada.

—No. Deja de tratarme como a una víctima del maltrato, por qué no lo soy.— Mirándolo a los ojos, noté como algo ardía dentro de mi.

—Lo eres.

—¡No lo soy!— Grité a pleno pulmón.

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