Treinta y uno

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Caminaba con parsimonia aunque decidida hacia el final de la senda. Describía un recorrido recto ante la atenta mirada de los muchos asistentes, siguiendo un rastro de flores rosas sobre la fresca hierba. Miraba a un lado y al otro con el objetivo de encontrar apoyo en las miradas de sus familiares y amigos. Era el momento más bonito de su vida y eso merecía la mejor de sus sonrisas. Estaba nerviosa pero feliz.

Y al final estaba él. Sonriente como ella. Y guapísimo. Los recuerdos pasaban por su mente como si del carrete de una película se tratase, rebobinándose una y otra vez, detiniéndose en cada beso, en cada palabra y todo en un par de segundos.

Y llegó hasta su mano, la estiró y la agarró fuertemente. Se miraron un instante y el tiempo se detuvo, como traspasándole todo lo que ella había visto momentos anteriores. Sintieron una fuerte conexión, como unidos por el hilo rojo de aquella leyenda en la que ambos creían. No dudaban en que la persona que tenían enfrente era el amor de su vida pero querían, aún más, demostrárselo al mundo entero.

El cura subió al pequeño altar y comenzó a recitar unas palabras que salían de su boca como pura poesía, en total armonía con la perfección de la reunión, liderada por una suave música que sonaba de fondo. Los invitados permanecían en silencio y atentos a las palabras del cura, asistiendo con la mirada cada una de ellas.

Sus manos seguían unidas y sus ojos brillaban por la emoción del momento, de la situación, de verse unidos para siempre en un acto como aquel. Querían besarse y no veían la oportunidad para hacerlo pero las ganas de estar más cerca eran incontrolables. Se estaban casando. El día había llegado y allí comenzaba su nueva historia. Aquella que continuaría en la luna de miel y durante el resto de sus días porque pensaban pasarlos juntos, como hasta ahora desde que se conocieron. Dos almas inseparables y complementarias.

-John, ¿aceptas a Samira como tu legítima esposa?-preguntó el cura.

-Sí.-dijo el chico mientras apretaba aún más la mano de su novia.

-Samira, ¿aceptas a John como tu legítimo esposo?-volvió a preguntar aunque esta vez a la chica.

-Sí.-contestó ella justo cuando el chico la atraía para sí y le daba un largo besos en los labios.

-No creo que tenga que anunciar el beso.-repuso el cura mientras bajaba del altar.

Todos aplaudían y gritaban eufóricos por la nueva pareja que parecía no querer separarse jamás, motivo por el que estaban allí. El griterió duró más de cinco minutos y aún más cuando los recién casados bajaron a la hierba y comenzaron a andar descalzos por el verde suelo. Los granos de arroz eran lanzados por sus seres queridos y algunos pétalos de flores caían libres por el aire, al compás de los pasos de la pareja.

Se detuvieron por última vez. Se giraron para mirar a sus seres queridos antes de montarse en el coche que les llevaría al restaurante y se volvieron a besar. Una vez más. Otro beso verdadero entre miles que se habían dado. Las parejas que había en la ceremonia los siguieron, dándose otros muchos besos entre ellos. Samuel y Bea se besaron. El padre de Yolanda y su novia se besaron. Los padres de Samira se besaron. Y así hasta que llegaron a Sara y Yolanda. Y se abrazaron y besaron, como las buenas amigas que eran.

-Te quiero.-se dijeron.

-Os quiero.-dijo Bea mientras se unían todas en un abrazo.

Seis cuerdasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora