Blanco y Negro (3/3)

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     Con una agilidad que hasta a mi mismo me sorprendió, me dispuse a cerrar la llave general de paso de agua deteniendo la fuga. A continuación, cortando el fluido desde el cuadro eléctrico, radio y televisión dejaron de sonar. En tan solo seis movimientos ya estaba vestido, y en menos de cinco minutos, me encontraba en la calle hablando con uno de los sanitarios de la ambulancia.
- Ese hombre necesita ir urgentemente al hospital. Yo puedo llevarle en mi automóvil. ¿Quiere usted venir conmigo o prefiere que muera desangrado?

Sin pensarlo dos veces, el sanitario y su compañero introdujeron con cuidado al herido en el interior de mi vehículo. Uno de ellos se quedó con él en la parte posterior, sujetando una botella de suero como buenamente pudo conectada al brazo del herido.

- No lo conseguirás...
- ¡Cállate! - Exclamé en voz alta sin recordar que no estaba solo, pudiendo comprobar por mi espejo interior, la mirada extrañada del sanitario. - No conseguirás detenerme en mi empeño por salvar la vida a ese hombre - Repliqué.

Pocos minutos después ya estábamos en las urgencias hospitalarias. Bajando de mi coche y en auxilio del sanitario, conseguimos colocar al accidentado sobre una camilla que desapareció rápidamente tras la puerta de acceso restringido, quedándome en la sala de visitas a la espera de noticias. Dos monedas y menos de treinta segundos después, bastaron para que el café de la máquina estuviera listo.

Tras tomar asiento solo podía hacer una cosa: confiar que los médicos consiguieran detener la fuerte hemorragia de aquel hombre, para que al menos, dentro de la gravedad, pudiera salir airoso del accidente.

- ¡Morirá!
- ¡No, no lo hará! - Contesté. - Mi convencimiento sujeto a la esperanza es superior a la fuerza de tu maligno deseo.
- ¿Y a ti qué más te da? Ni siquiera le conoces.
- Ahora ya sabes que es lo que inunda y mueve mi corazón. ¿No era esto lo que querías conocer de él? Se llama compasión.
- ¡Qué perdida de tiempo!

Ignorando la voz decido pasear. Necesito tomar aire fresco ya que no me informarán hasta que transcurra, intuyo, bastante tiempo. Ya en la calle, justo tras abandonar el recinto hospitalario, una densa y blanca humareda salida del escape de un autobús cercano con el motor estropeado, me envolvió súbitamente. Las sonoras carcajadas de la voz resonaron burlonamente en mi interior cuando me invadió una repentina tos por el anhídrido carbónico.

- Podrás reír cuanto quieras, pero yo recuperaré pronto la respiración mientras que tú, no cambiarás en nada para seguir siendo igual de detestable.
- Es un buen piropo.
- ¡Déjame en paz! - Sentencié - No quiero oírte más pues nada conseguirás. ¡Aléjate de mí!

Poco después, apenas a treinta metros de la puerta del hospital, una mujer de avanzada edad vestida de harapos con la mano extendida y la mirada perdida, se encontraba sentada sobre el suelo rumiando palabras ininteligibles, acaso hablando consigo misma o tal vez implorando al cielo esperando que sus oraciones fueran escuchadas ante su evidente desdicha. Creo, a buen seguro, que está en íntima conversación directa con el mismísimo dios.

Tras echar mano al bolsillo, extendí sobre su palma un billete de cinco euros. El monólogo diálogo de la mujer se detuvo repentinamente para clavar la profundidad de sus ojos agradecidos sobre mi, siendo devuelta por mi parte con una leve y solidaria sonrisa de ánimo y apoyo.

- Dios le bendiga señor. - Acertó finalmente a decir.
La voz no osó pronunciarse.

Dos calles más allá, en un callejón sin salida, un indigente demasiado escuálido para defenderse, aparecía arrinconado a punto de ser asaltado por dos jóvenes desaprensivos, que entre risas macabras y agresivos insultos, tenían a la víctima temblorosa. Acercándome por la espalda hacia uno de ellos sin ser visto, no dudé en lanzar con fuerza mi dedo corazón a la altura del cuello tras el lóbulo de su oreja. A juzgar por su alarido, el dolor debió ser tan insoportable que su amigo huyó despavorido. Al dejar de presionarle rehuyó la pelea abandonando el callejón disparado calle abajo, cayendo en su espantada dos veces al suelo fruto del mareo por mi acción, hasta que finalmente desapareció de mi vista.

No te duermas..., aún.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora