Arroz con bogavante (2/7)

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            Recuperando el tiempo perdido que la vida negó a Raúl para estudiar, el joven supo sacar partido a su tiempo libre aprobando más tarde el bachillerato. Su tesón, afán de aprendizaje y superación, le hizo ser merecedor de la confianza de José, quien sucesivamente lo fue ascendiendo hasta llegar a capataz jefe, y de ahí, a jefe de obra tras finalizar no sin arduo esfuerzo sus estudios de arquitecto técnico.

Pese a los logros alcanzados en su ascendente carrera profesional, Raúl seguía siendo el mismo hombre humilde y sencillo de siempre, risueño a una vida que el éxito profesional no logró cambiar. Su forma de ser ligada a sus sanos valores, seguía intacta pese a prosperar con facilidad, demostrando su impecable capacidad resolutiva ante cualquier asunto de índole personal o laboral que se le pusiera enfrente, haciéndole valedor del respeto y admiración entre sus subordinados.

A la edad de treinta y un años contrajo matrimonio. Silvia se convirtió en musa de la inspiración de Raúl, señora de su vida y dama de su amor, capaz de encandilar a su enamorado corazón habitado de fiel y leal sentimiento, donde el romanticismo, el cariño, afecto y ternura, emanaban como yo jamás pude verlo en persona alguna, más aún cuando hoy, un tesoro de quince años y una princesa de diez, son según sus palabras la razón de su existir.

Por aquel entonces, la familia Menéndez se estableció en un modesto pero coqueto adosado que José vendió a Raúl a buen precio en una de sus múltiples promociones inmobiliarias.

Despierto observador, siempre ávido de conocimiento, Raúl conocía a la perfección no solo los entresijos del holding empresarial para el que prestaba sus servicios profesionales, sino a José, mucho más incluso de lo que éste pudiera intuir fruto de su cada vez más estrecha amistad, que fuera del trabajo, se fue consolidando en el tiempo con fuertes lazos afectivos.
Sin embargo Raúl, también sabía que José era un perfecto infeliz.

Como otros muchos anteriores, un día José entró en el despacho de Raúl pidiéndole que recogiera su chaqueta para comer juntos en el restaurante del polígono industrial, cuya casera gastronomía era excelente. Y aunque su invitación parecía jovial, sonó triste y abatida, sin que Raúl se sorprendiera lo más mínimo al conocer sobradamente desde hacía tiempo, cual era el problema que José padecía y que algún día, de eso estaba seguro, le confesaría.

Aunque la temperatura era cálida, afuera llovía un calabobos que no moja pero empapa - como dicen en el norte -, haciéndoles avivar el paso hasta llegar al interior del restaurante atestado de trabajadores de la zona industrial. Atravesando el ruidoso ambiente de murmullo tertuliano y el aroma de innumerables platos gastronómicos, tomaron asiento en una de las esquinas del comedor.

En aquella ocasión ambos eligieron el mismo punto del menú: De primero alubias salteadas con jamón serrano y champiñones, merluza en salsa verde de segundo y de postre mousse de chocolate, entre conversaciones sobre temas referentes a la rutina diaria; cotidianeidades demasiado intrascendentes para ser tenidas en cuenta por este modesto narrador, hasta que poco a poco, el monólogo conducido por José, comenzó a profundizar en sus más íntimos sentimientos, aquellos que lo sumían en pena y desvelo.

Vestido con un elegante traje italiano de tono azul marino sobre un cuerpo moldeado a base de gimnasio, sus manos de perfilada manicura aparecían impecablemente arregladas, luciendo en su muñeca uno de los caros y voluminosos relojes de pulsera de su amplia colección, a juego con un gran anillo de oro rojo colocado en su dedo anular izquierdo con el escudo de un famoso club de fútbol formado por pequeños diamantes. Una fina gargantilla de oro cerraba sus adornos.

Con una dialéctica curtida en mil batallas negociadoras, José hablaba sobre su opaca intimidad haciéndose entender con pocas palabras, cosa que Raúl admiraba por su exquisita oratoria, mientras en silencio y con atención escuchaba las múltiples amarguras que la agotadora actividad laboral de José, le causaban desde el punto de vista no solo profesional sino emocional y personal. Y lo hacía, mientras los gestos precisos de su jefe y amigo iban y venían dibujando trazos sin sentido en el aire, acompañados de una profunda y penetrante mirada al compás de un pausado y educado hablar que apesadumbrado, mostraba un pésimo estado de ánimo que Raúl tradujo como una manifestación de la desdicha que aunque él ya conocía, jamás osó opinar pese a la amistad que les unía por respeto a la discreción con la que José escondía su vida íntima y privada.

No te duermas..., aún.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora