III: Las plumas elevarán a los hombres (parte 1)

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Leonardo mezcló pigmento de tierra verde en la paleta, tal y como le había enseñado su maestro, impregnó el pincel con la zurda y aplicó unas delicadas pinceladas a la tabla que se alzaba ante él. Lo encontraba fastidioso; suponía que era más cómodo preparar los colores directamente en el soporte con el que estuviera trabajando, y así poder usar las dos manos con libertad. Pero Verrocchio era un firme partidario de la ortodoxia y el método entre sus alumnos jóvenes, y él no deseaba contrariarlo. ¿Acaso no le había otorgado ya una gran muestra de benevolencia confiándole el paisaje de aquella Virgen con el Niño? Más aún, le había dado carta blanca, y la falta de presiones le permitía poner los cinco sentidos en el cuadro.

El maestro le había recriminado en ocasiones su falta de interés y concentración en cualquier tema una vez que había conseguido dominarlo. No se podía negar su inconstancia. Ahora bien, también era cierto que se volvía ciego a todo lo que lo rodeaba cuando su atención era capturada por algo. Así había ocurrido entonces: tan abstraído estaba en la tarea que ni siquiera se percataba de los pequeños deslices de Nicola, el aprendiz, quien le servía de asistente. Mientras Verrocchio conseguía inculcar una cierta disciplina en el crío a base de pescozones, Leonardo era incapaz de levantarle la mano. Simplemente enmendaba sus faltas él mismo, sin decir una palabra.

No, era indudable que no carecía de capacidad de concentración. Tanto era así, que tardó una hora en notar el aliento que le templaba la nuca. Al volverse para averiguar la causa de la incomodidad, se dio de bruces con la media sonrisa de Navekhen. Respingó, jadeó, casi dejó caer la paleta al suelo; con el rostro encarnado, paseó la vista por la habitación, preguntándose cómo era posible que nadie más reparase en el llamativo intruso que espiaba su labor tan tranquilo. Aparte de Nicola, que reía su extravagancia al ponerse a brincar sin motivo, nadie más mostraba la más mínima sorpresa. Obviamente, porque solo lo veía él. El extraño le hizo señas con la cabeza, instándolo a continuar, pero la atención del joven se había ido al garete. Soltó los utensilios en la mesa, salió del taller a paso rápido y se detuvo junto a un recodo discreto de la galería, al pie de una ventana abierta. Como esperaba, Navekhen lo siguió.

Leonardo no era una persona acostumbrada a suplicar. Con todo, la actitud de sus visitantes solía provocarle el impulso de caer de rodillas y rogarles que compartiesen con él unas migajas de su ilimitada sabiduría. Claro que tampoco era un simple o un ingenuo, ni mucho menos; estaba seguro de que algo así no le reportaría más que una vana humillación. Lo que ellos quisieran darle o pedirle se lo harían saber en su momento. Habría de contentarse con esperar.

Y esperaba. Lo había hecho durante días, deseando que su tarea más importante, localizar al camarada desaparecido, les concediese un hueco para venir a verlo. Esperaba con inquietud, sentado en el proverbial barril de pólvora, sabiendo que lo mantenían vigilado a distancia la mayor parte del tiempo —en base a cuáles procedimientos, por cierto, era una pregunta que el florentino se hacía a menudo—. Al final, tras entender que la incertidumbre era letal para su rendimiento, había aceptado que tenía que continuar con su vida y su aprendizaje, pues su maestro no aceptaría medias tintas. Aquel primer paisaje confiado por completo a sus pinceles era la prueba de que lo estaba consiguiendo.

Hasta entonces.

—¿Cuánto tiempo llevabais ahí? ¿De qué medios os valéis para que solo yo pueda veros? —preguntó en voz baja en cuanto Navekhen se puso a tiro.

—Mis saludos a ti también, querido Leonardo —replicó este, con sorna—. Las respuestas a tus preguntas serían «bastante» y «son complicados». Quería verte trabajar para comprobar si lo que te hizo mi superior fugitivo, Eal, se manifestaba de alguna manera a través de tus talentos. Y antes de que me interrogues, no, no he logrado descubrir nada todavía, pero me alegra encontrarte en buen estado de salud. A ti y a tu lengua.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora