IX: Placer y Dolor son dos gemelos (parte 2)

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Las temibles noticias corrían de boca en boca por la ciudad: Milán había caído ante los franceses. Ludovico Sforza era prisionero de Luis XII.

En medio del caos y la incertidumbre de los allegados al duque, Leonardo se planteó con seriedad si debía abandonar el que había sido su hogar durante tantos años. Era cierto que formaba parte del séquito de Ludovico, aunque, por otro lado, únicamente lo hacía en calidad de artista y sin una real afiliación política. No era disparatado confiar en que los nuevos señores supiesen apreciar sus cualidades. Además, estaban las cuestiones de colocar a sus aprendices, mover el ingente contenido de su bottega..., y Verorrosso. Se resistía a dar por finalizada esa relación que, pese a los conflictos, lo había acercado a una persona tan importante para él. Y más cuando sabía que su existencia corría peligro cada día que pasaba, con aquella eterna contienda mística recrudecida por los excesos de la guerra.

Si el guardaespaldas le guardaba rencor por su rechazo, no lo manifestaba. Sus encuentros continuaban, alternados con alguna que otra salida a tabernas discretas para ahogar sus frustraciones en el vino. En medio de una de esas escapadas alcohólicas, una figura embozada se plantó ante la mesa del rincón oscuro que ocupaban y los miró sin pronunciar palabra. Verorrosso juró por lo bajo; las ropas masculinas, el tahalí, las facciones hermosas y la larga melena rubia rojiza, ocultas tras pliegues de tela negra... Su compañera Irene Gregori había dado con él, a pesar de que, hasta entonces, se las había arreglado muy bien para esquivar a su grupo. La cortesana, por su parte, no disimulaba su asombro al encontrárselos.

—Que me aspen si no me acabo de topar en este tugurio con mi guardaespaldas, quien debiera andar escoltándome, y al maestro Da Vinci —afirmó, con cierto retintín—. Ignoraba que fueseis amigos.

—Estimada signora Gregori —se adelantó a saludar el artista—, la sorpresa es mía por hallaros aquí, y de esta guisa. Sentaos, por favor, y permitidme invitaros a una copa igual que he hecho con vuestro protector, con quien he coincidido en la entrada. Es imposible no recordar una fisionomía del calibre de la suya. Si debéis culpar a alguien de su retraso, culpadme a mí.

—Una coincidencia, ¿eh? ¿Y qué charla pueden compartir un soldado y un pintor?

—¿Por qué decir que no a una jarra? —intervino Verorrosso, tratando de sonar aburrido.

—Ya veo. Me temo que he de rechazar vuestra ofrecimiento, maestro, asuntos apremiantes nos reclaman. Os la recordaré en otra ocasión.

Leonardo dedujo, mientras los veía marchar, que se disponían a emprender una de sus expediciones nocturnas. Esa noche la curiosidad sobrepasaba a la prudencia, así que dejó unas monedas en la mesa y husmeó desde la puerta. Tuvo suerte de que Navekhen estuviese de guardia y de que sus intentos disuasorios no fuesen muy entusiastas; oculto tras el manto de la invisibilidad, los siguió.

Aun con esa ventaja táctica, mantener el paso de los dos elegidos no era tarea fácil, en particular cuando se aprovechaban de los rincones en penumbra y trepaban a los tejados. Leonardo hubo de usar sus conocimientos de arquitectura y evocar el mapa de la ciudad para deducir la equivalencia a ras del suelo de sus rutas aéreas. Parecían buscar algo, a tenor de sus vueltas en torno a una pequeña iglesia de la parte este de la muralla. Finalmente ocuparon el hueco de una hornacina que daba a un callejón y permanecieron inmóviles y en silencio.

Poco después, dos pares de pasos quedos se acercaron por la estrecha calleja. La luz de la luna reveló que eran dos hombres, uno alto y delgado y otro algo más bajo, ambos armados con espadas. Miraban a todos lados en su lento avance. Al igual que Verorrosso e Irene, semejaban un par de exploradores o centinelas, con la diferencia de que su habilidad para pasar desapercibidos era muy inferior. También lo era la de detectar espías; no notaron la presencia de los otros cuando cruzaron ante la hornacina, ni sus movimientos al prepararse para saltar.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora