X: El dolor es la salvación del instrumento (parte 1)

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      El inicio del año 1500 sorprendió a Leonardo en Mantua, primera parada tras salir de Milán. Su estancia allí se prolongó más de lo planeado debido a la insistencia de su anfitriona, la margravina Isabella d'Este —cuñada de Ludovico Sforza—, quien no dejó de atosigarlo hasta que dio comienzo al cartón de su retrato. Huyó sin concluirlo tan pronto las formalidades se lo permitieron; no tenía intención de aceptar un trabajo menor y, además, no estaba del mejor de los humores para mezclar colores. Sus pocas energías pictóricas las consagraba a terminar en secreto el pequeño cuadro de Verorrosso. Su Raffaello.

Su auténtico destino era la Serenissima, la República de Venecia, para estudiar su maravilloso trazado urbano, artes y tratados de ingeniería militar. Y, aunque aprovechó la estancia, fue su ego el que se resintió al comprobar la poca expectación que generaba su nombre. Poco hizo allí, aparte de plantar algunas semillas en otros artistas.

Para abril ya estaba de regreso en Florencia, resignado a acometer la nueva etapa de su vida. Una etapa de inicios tan sombríos como las vestimentas oscuras que se aficionó a llevar por entonces, en contraste con el colorido habitual. Su temperamento también se reflejó en su técnica, en el abandono de las refinadas puntas metálicas en favor de los enérgicos lápices negros y sanguinas. Y, sobre todo, en un rechazo casi fanático a pintar que lo empujó a vivir de sus ahorros milaneses. Se pasaba días y días haciendo estudios de geometría, llenando páginas de sus diarios, manteniendo la cabeza ocupada en actividades que no dejaran espacio a la introspectiva. Se habría dicho que reaccionaba con rebeldía a su cometido de suministrar material a la pirámide. Si no pintaba, ¿podrían irse y dejarlo atrás?

La escena florentina —sumida en una crisis económica tras el cambio de gobierno— estaba bastante transformada. Entre las pocas caras conocidas se contaban su querido tío Francesco y su padre, con quien reanudó una relación distante, si bien necesaria. Entre las nuevas, la más famosa era, sin duda, la de Michelangelo Buonarroti; junto a la curiosidad por conocerlo, ese ego herido de Leonardo no podía sino preguntarse qué tenía aquel joven para recibir del solio pontificio una atención que a él siempre le había sido negada.

Mas despechado o no, con o sin deseos de manejar un pincel, Leonardo no carecía de su propia fama, y los encargos no le faltaban. Acabó cediendo e instalándose en la iglesia de la Santissima Annunziata para producir un retablo de la Virgen y Jesús con Santa Ana. Y, al igual que ocurriera en Santa Maria delle Grazie, morada de su Última Cena, mucho debieron esperar los frailes para ver alguna materialización del mismo. Aparte de que su desgana no había pasado, se distraía sin cesar con otros acontecimientos y actividades, como el regreso de Michelangelo.

El Duomo de Florencia custodiaba un gigantesco bloque de mármol desde hacía varios años. Era una pieza difícil de esculpir que ya había sido ofrecida a varios artistas, entre ellos Leonardo. El florentino nunca había sido amigo del oficio de escultor; consideraba el trabajo del mármol una actividad ingrata, más propia de un artesano sucio y sudoroso que de un creador distinguido. Por suerte para la Signoria, Michelangelo no participaba de esos escrúpulos. Encerradas en la piedra vislumbraba las líneas de un colosal David que gritaba para ser liberado, y con esa idea había aceptado la comisión.

En su primer encuentro, Leonardo posó la vista en un hombre más bajo, de hombros desproporcionadamente anchos y brazos con el diámetro de troncos de árbol. Poca apostura había en aquel rostro que aparentaba más edad de la que tenía, con su expresión adusta y su nariz rota y mal fraguada, y en aquella figura cubierta con ropas desaliñadas. El lustre de su talento no se dejaba ver, desde luego, en su apariencia. Michelangelo, por su parte, se encontró con un hombre atractivo pero viejo, con un esbelto tipo corporal alejado de las poderosas musculaturas que él apreciaba. Los dos se reconocieron como rivales al instante y supieron que nunca serían amigos.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora