VI: Mi rostro es prisión (parte 1)

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... El azul que os engalana, infinito como el cielo, conquistador como el mar embravecido;

el oro que os corona, elevado como el sol y, a un tiempo, cercano y cálido.

Tarea ingrata es pintar vuestra grandeza con la pobre paleta de la poesía,

mas la pluma, el pincel, el cincel y la cuerda, todos ellos súbditos devotos,

saben que no hay aspiración más dulce que teñirse con un destello de vuestro nombre.



Una sala decorada con frescos de palomas, una congregación de hombres y mujeres envueltos en sedas y brocados, una hilera de sirvientes escanciando el mejor vino de Brescia, una orquesta... En medio del estruendo de las conversaciones y la música, Leonardo rememoró su presentación en el Castello Sforzesco, la morada del duque de facto de Milán, Ludovico Sforza. Había traído consigo una lira da braccio de plata con forma de cabeza de caballo, delicado homenaje de la aliada Florencia, y, como en aquellos días celebraban el Carnaval Ambrosiano, le habían pedido que se uniese a las exhibiciones musicales. Leonardo no era partidario de las composiciones al uso; desdeñaba recurrir al azul y al oro para simbolizar el estatus y se sentía incómodo expresando alabanzas por alguien a quien no conocía. Sabía, sin embargo, cuáles eran las reglas del juego de la diplomacia. Si la fortuna lo había dotado de una buena planta, una voz hermosa y un gran oído, no iba a desaprovechar la oportunidad de mostrárselos a su protector en ciernes, Ludovico. Los aplausos y felicitaciones cosechados habían supuesto un magnífico espaldarazo para su aventura milanesa.

Recordó también su entrada en la ciudad, en medio del sombrío invierno lombardo. ¡Qué contraste ofrecía con Florencia, con el clima más suave de la Toscana! Ochenta mil almas se apretaban en una circunferencia de tres millas, bajo un cielo plomizo y húmedo. El carácter mismo de los milaneses, abierto a la influencia germana y, en cierto modo, más abrupto, chocaba con el refinamiento al que se había acostumbrado en su región natal. Con todo, el nuevo comienzo tenía sus ventajas: en medio de tal muchedumbre interesada en empaparse de la floreciente cultura del sur, a la fuerza habría de encontrar mecenas para su arte.

La mole amurallada de piedra rosa del Castello Sforcesco, concebida para impresionar y amedrentar a los visitantes, era una prueba tangible de la riqueza milanesa. Había sido una gran experiencia explorar los magníficos jardines con palomares y estanques de lirios, las fuentes, los canales que los comunicaban —aves, agua y plantas: grandes pasiones reunidas en un espacio singular—. Su curiosidad lo había guiado también a través de los pabellones y las estancias interiores, donde no había dudado en manifestar su admiración por las decoraciones temáticas y en apuntar, de manera sutil, posibilidades de mejora y enriquecimiento. A base de credenciales, miel en las palabras y pinceladas de talento se había ganado un hueco en la corte de aquel hombre de recio carácter... no exento de pretensiones. La suya era una familia de nobleza reciente con mucho que demostrar; alimentar su esnobismo fue una de las dotes que Leonardo perfeccionó durante sus primeros tiempos en Milán.

Y allí estaba, varios meses después, asistiendo a una de las reuniones con las que su anfitrión agasajaba a la élite lombarda. Su posición era, cuando menos, complicada: por más que fuese obvia la curiosidad que suscitaba en Ludovico y lo mucho que a este le complacía contar con él entre su séquito de artistas, el mero interés no llenaría su bolsa. Necesitaba encargos, y era duro para un florentino integrarse en ese mundillo que le consideraba un extranjero y captar clientes potenciales. Por suerte, tenía a Zoroastro, cuyo ingenio y lengua desatada siempre rompían el hielo del norte. Y no había que olvidar a los hermanos de Predis, artistas milaneses con los que había forjado una alianza que le permitía hablar, al fin, de una auténtica bottega Da Vinci. Precisamente uno de ellos, Ambrogio, acababa de comentarle que había buenas perspectivas de recibir una comisión interesante.

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