—Cuando realices la figura, piensa bien en quién es y en lo que deseas que haga. No se eligen modelos al azar, cada uno refleja la apariencia y la naturaleza de aquel a quien representa. Y tampoco se los coloca en una pose cualquiera; la composición, los volúmenes... Todo ha de contribuir a contar la historia, de suerte que el resultado final sea el más equilibrado y atinado que tu talento pueda producir.
—¿Y por qué no estoy yo entre estos dibujos, maestro? ¿Quién voy a ser?
—Eso es todo lo que te interesa, ¿eh, Salaì? No estás porque ya sé muy bien tu papel en la obra. Serás Juan, el apóstol favorito. —El muchacho se infló como un pavo—. Anda, recoge los esbozos que has desordenado.
—Y este, ¿quién es? Es guapo.
—Será el apóstol Felipe.
—Pero ¿quién es el modelo? Me has explicado que todos son hombres que conoces. Quiero ver a este tan guapo de cerca.
—Vas a ver el trasero de un caballo muy de cerca si no haces lo que te digo. Con un cubo y una pala. Y vas a dormir en el establo. ¡Vamos!
Supervisó al fastidiado Salaì mientras apilaba cuadernos y retratos. Había docenas sobre la mesa, varones de diferentes edades y actitudes, algunos dibujados en varias posiciones: eran los estudios para su fresco de la Última Cena. Tomó la hoja superior de la pila, la que había llamado la atención de su aprendiz. En ella estaba representada una cabeza tan bella que no parecía copiada de un hombre de carne y hueso. Era comprensible que Salaì se sintiese atraído por el modelo, aunque su comportamiento estuviera provocado, en parte, por un infantil propósito de dar celos a su maestro; desde aquel episodio en su cuarto, la coquetería y la provocación del muchacho no habían hecho sino aumentar. Interesado o no, su cumplido era merecido, pues el joven del boceto era Neudan y la única libertad que se había tomado al plasmarlo era alargar la longitud de su cabello. Al mirarlo siempre sentía una punzada de culpabilidad, no solo por el incidente sino también por haberlo pintado sin consultarle. Puede que ese fuera su estilo retorcido de pedir disculpas.
El encargo era grandioso, una pared completa del monasterio dominico de Santa Maria delle Grazie. Y el interés no era exclusivo de los religiosos, sino del duque en persona, lo que lo convertía en una cuestión de estado. Todos los días acudía al refectorio del monasterio y escrutaba la obra desde el otro extremo de la estancia para evaluar el trabajo de sus colaboradores, Marco da Oggiono y Gian Antonio Boltraffio, o bien trepaba al andamiaje, aprovechando la soledad, y echaba a volar los pinceles. A veces pintaba durante horas, a veces se contentaba con dar un par de pinceladas... y otros días no hacía más que mirar, como si ese proceso de creación de su mente no generase bastante energía para mover sus manos.
Aquella mañana no faltó a la cita, después de dejar a Salaì. Su primera intención de avanzar con las figuras se convirtió en una de esas jornadas reflexivas en las que sus ojos no veían rostros, sino figuras geométricas y proporciones, y el pincel giraba distraídamente entre sus dedos en lugar de hundirse en los colores; una de esas jornadas que despertaban las iras del padre prior, siempre dispuesto a calificar de vagancia su inmovilidad. Aprovechando que la paz reinaba en los alrededores, se dejó caer en la plataforma de madera y meditó.
ESTÁS LEYENDO
Con la vista al cielo
Science-FictionFlorencia, año 1470. La apacible sesión de posado para la nueva obra del maestro Verrocchio se ve interrumpida por los visitantes más extraordinarios que cabría imaginarse: surgen de la nada, visten ropas nunca vistas, poseen habilidades sobrenatura...