Leonardo Tornabuoni era un joven espigado, siempre pulcro en sus habituales atuendos de color negro, que también se contaba entre los miembros del taller de Verrocchio. Puesto que pertenecía a una de las familias más distinguidas de Florencia, emparentada con los Medici, tenía una conciencia muy clara de su posición social y, aunque no era precisamente modesto, sostenía una relación cordial con su tocayo de Vinci, cuya apostura, carácter y talento apreciaba. Al día siguiente planeaba acudir con algunos amigos a un espectáculo teatral —una farsa romántica, o algo por el estilo— y pretendía que Leonardo los acompañase, pretextando que no habría más ocasiones de ver la obra. Aunque el artista no era desagradecido, se resistía a abandonar a la mitad los proyectos que lo obsesionaban. Con todo, su encanto característico a la hora de presentar excusas no estaba dando frutos: Il Teri, como llamaban a Tornabuoni, lo venía siguiendo hasta su estudio.
—Vamos, Leonardo —insistía con tenacidad—, hace semanas que no te dejas ver en público, así te vas a convertir en un auténtico ermitaño. Después os llevaré a tu taberna favorita y probaremos una excelente partida de vino de Montepulciano. ¿Qué me dices?
—Te lo agradezco, de verdad, el problema es que estoy en medio de algo complicado. —Al entrar, se percató de que los tres visitantes se alzaban, muy rectos y compuestos, junto a la mesa. No se preocupó por su perseguidor, pues sabía que no sería capaz de verlos—. Tengo, además, un cuadro que entregar, y el maestro va a perder la paciencia.
—Oh, no sabía que recibieras visitantes. Señores...
Da Vinci se quedó petrificado ante aquella flagrante violación de las normas. ¡Tornabuoni los veía! Si era involuntario, significaría que fallaban sus mecanismos de ocultación. Si era intencionado... El sonriente Navekhen inclinó la cabeza hacia el compañero de su protegido y tomó la palabra, con su particular acento al pronunciar las frases en toscano.
—Saludos, joven señor. Por vuestro porte observo que sois de respetable familia. Leonardo, ¿a quién tengo el honor de dirigirme?
—Ah... eh... —balbuceó el aludido cuando recuperó el uso de sus cuerdas vocales—. Sí, este es mi apreciado colega, Leonardo Tornabuoni; Leonardo, ellos son... —se exprimió el cerebro para improvisar algo plausible que lo ayudara a salir del paso— tres comerciantes... españoles recién llegados a Florencia desde... Siena, que han tenido a bien distinguirme con un encargo. Te presento a... Daniele —señaló a Draadan—, Nestore —siguió con Neudan— y Narciso —concluyó, refiriéndose a Navekhen. Se solía usar la versión local de los nombres extranjeros para facilitar el trato.
—Es un placer. —Tornabuoni devolvió la reverencia, en apariencia muy satisfecho de lo que veía—. Domináis bien nuestra lengua, señor Narciso.
—Favor que vos me hacéis. En Siena —miró de reojo al creador de la sarta de embustes— nos familiarizamos con vuestro bello y musical idioma. Aquella ciudad no es una mala base de operaciones, pero si queríamos arte en el que invertir nuestro oro, no podíamos sino venir a Florencia, ¿no tengo razón?
—La tenéis, señor —convino con entusiasmo el joven, al que la palabra oro siempre ponía de muy buen humor—. Este taller es el mejor, no os arrepentiréis.
—Posee su fama, como hemos comprobado en el escaso tiempo que llevamos aquí. Lo que no hemos investigado a fondo son las posibilidades de ocio que ofrece. ¿Vos nos haríais, quizá, algunas recomendaciones?
—Pues... ¡por supuesto! De hecho, le decía a Leonardo que mañana no ha de perderse un magnífico espectáculo. ¿Les interesa el teatro?
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Con la vista al cielo
Fiksi IlmiahFlorencia, año 1470. La apacible sesión de posado para la nueva obra del maestro Verrocchio se ve interrumpida por los visitantes más extraordinarios que cabría imaginarse: surgen de la nada, visten ropas nunca vistas, poseen habilidades sobrenatura...