VIII: Encadenado a una estrella (parte 1)

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—Os di instrucciones precisas, nada de contacto con los otros. Y ahora no solo se ha revelado ante uno de sus líderes, sino que vosotros le habéis mostrado nuestro sistema de transporte.

—Y yo avisé de que algún día miraría al cielo. En cuanto a la triangulación, ¿sugieres que deberíamos haber dejado a Da Vinci indefenso ante un guerrero con una espada?

—Un injustificado ataque de pánico. Las heridas del sujeto pueden ser sanadas.

—En efecto. Por cierto, yo sé lo que se siente cuando te atraviesan. No me importaría nada brindarle la misma experiencia a cualquiera que hable de ella sin conocerla.

—Eh... Mis respetados superiores... Si se me permite aportar algo...

Navekhen tenía motivos para preocuparse: Leonardo estaba aislado, Shaal y Draadan, a punto de dar ladridos, y se temía una crisis inminente por desobedecer las directrices. Era obvio que no desaprobaba el rescate improvisado del supervisor, pero el Primer Biólogo necesitaría mejores argumentos que la salud de un terráqueo para no precipitarse a adoptar medidas drásticas.

—Shaal-mekk, los vigías están cubriendo la actividad del sujeto Verorrosso a tiempo completo y no han hallado señal alguna de que haya revelado a nadie el encontronazo; circunstancia curiosa que a nosotros nos viene muy bien. Llegado el caso, intervendrían para imposibilitárselo. Lo que sí ha hecho es colarse en la Corte Vecchia, presumimos que en busca de nuestro aliado de la Tierra, a quien tenemos en un lugar protegido por ahora. Claro que no puede quedarse encerrado ahí ad eternum y... En resumen, ha solicitado una audiencia en la pirámide para recibir una explicación sobre esas minucias, esos detallejos sobre señores con alas que nosotros no estamos autorizados a desvelar.

—Imposible —sentenció Shaal—. El Vértice no admitirá extraños en nuestra nave.

—Es una promesa que le hicimos hace años, por su colaboración —lo enfrentó Draadan—. No me gusta faltar a las mías, ya sean adecuadas o no. Presentaré mi informe directamente al Vértice, aconsejando su visto bueno.

—Osas saltarte la cadena de mando. —Sus ojos grises se convirtieron en dos rendijas.

—Mi cargo de supervisor de seguridad es único. Me coloca en posición de hacer valoraciones demasiado prosaicas para que un ingeniero como tú se moleste en entenderlas, Shaal-mekk. Vuelve a tus labores elevadas. Yo me ocuparé de las rutinarias.

Llegado a ese punto de sarcasmo, Navekhen, que había retrocedido pasito a pasito, terminó de parapetarse tras Draadan. Cuando las ofendidas espaldas del Primer Biólogo se alejaron pasillo arriba, lanzó un suspiro digno del fuelle de una fragua y murmuró:

—¿En serio, con el Vértice? Un día estirarás de su paciencia hasta romperla y estará más que feliz de reemplazarte.

—¿Quieres mi puesto?

—¡Por un billón de estrellas comprimidas en un sombrero, no!

—Ni tú, ni nadie. No te quedes ahí pasmado, tenemos cosas que hacer.


***


Leonardo parpadeó en las tinieblas, acompañado por el zumbido de fondo de los triángulos.

Volvió a parpadear y se hizo la luz. Era una luz tenue, un borrón destinado a proteger su vista del repentino cambio de luminosidad. Y, poco a poco, conforme avanzaban los segundos y los parpadeos, los contornos del espacio en torno a él se volvieron nítidos: una pared lisa y brillante, tal vez de metal; una puerta sin tirador ni marco; los reposabrazos de un sillón con el respaldo inclinado hacia atrás; Neudan y Navekhen, preocupado el primero, optimista eterno el segundo. «Bienvenido a la pirámide, Leonardo», dijo, con un vivo chispeo de los ojos azul marino. Y el florentino supo que, décadas después, había logrado su sueño de elevarse en el aire. No sentía nada especial, ni vería nada revelador, ni viviría una experiencia completa. Seguiría siendo una cuestión de fe, mas ¿qué habían sido todos aquellos años, y los que le quedaban, sino una sucesión de pruebas de fe?

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora