I: El infinito no se puede abrazar con la razón

1.5K 76 117
                                    


El maestro lanzó un juramento, se acercó a la ventana, la abrió y dejó que la luz bañara su rincón predilecto del estudio. Eran las nueve de una brillante mañana florentina, y las calles bullían bajo sus ojos merced al trasiego de un millar de ciudadanos atareados. ¡Ah!, pensó, Florencia ha dejado de ser un agujero y se ha convertido en algo digno de contemplar gracias al oro de esos astutos Medici..., y, modestia aparte, gracias al talento e ingenio de artistas de nuestra categoría. Y pronto, muy pronto, volveré a realzar esa belleza con otra obra salida de mis manos. Suponiendo, claro está, que ciertos patanes ineptos y perezosos dejen de sabotear mi trabajo...

Inútil era decir que el maestro no hacía gala aquel día del mejor de los humores. Se había levantado al alba, como de costumbre, y se había encaminado a toda prisa a la forja para reanudar la comisión más importante de la que se ocupaba en aquellos días, el orbe que se alzaría sobre la linterna de Santa Maria del Fiore. Una pieza pequeña, en comparación con la magnificencia del Duomo, pero ¡tan grande, a la vez! Allá arriba sería visible desde toda la ciudad, casi tocaría el cielo. Ya había movilizado a todos los artesanos y aprendices, ya tenía los moldes preparados para fundir las piezas... y, por tercer día consecutivo, se demoraban en entregarle el cobre. Semejante falta de seriedad no podía ser tolerada. Había enviado a Pietro para que protestara enérgicamente, aunque dudaba que la molestia fuera a servirle de mucho.

Ahora bien, él no era el tipo de persona que se quedaba mano sobre mano, a la espera de noticias para actuar, así que no tardó en buscarse otra tarea. En un extremo de la habitación descansaba una gran tabla con un encargo a medio terminar; un par de jóvenes aprendices preparaban los utensilios para que Pietro pudiera retomar el trabajo nada más regresara. Además, debía concluir los diseños de un pequeño querubín en bronce. Sí, no le faltaban quehaceres, pero no le apetecía dedicarse a ninguno de ellos. Necesitaba sosegar el espíritu, y sabía cuál era la mejor manera: realizaría algunos apuntes para una nueva obra que tenía en mente.

—¿Deseáis que me coloque aquí, maestro? —preguntó una melodiosa voz a sus espaldas.

El maestro se volvió y estudió al propietario de la voz, que había elegido sin titubear el punto en el que recibiría la mejor iluminación. Observó la manera en que la luz incidía en su piel clara y, decidiendo que era muy intensa, volvió a cerrar el marco de pequeños vidrios rectangulares. Asintió, al comprobar el efecto y se acercó al caballete más próximo, donde le habían dispuesto una hoja tratada de color gris.

El muchacho que iba a ser su modelo aún no había alcanzado la veintena, lo cual no le había impedido convertirse ya en su discípulo más sobresaliente. Era muy satisfactorio para un mentor observar cómo la materia prima con la que trabajaba se convertía en un producto de primera calidad; satisfactorio y también inquietante, sobre todo cuando los destellos de genialidad comenzaban a alcanzar a los propios. Y qué decir del físico con el que la naturaleza lo había dotado. Dios sabía que él mismo no poseía ninguna característica notable, pero aquel joven... Paseó los ojos por su figura alta y bien plantada, cuya musculatura incipiente apenas cubría una simple camisa blanca que le llegaba hasta la mitad del muslo; por sus cabellos rubios y ondulados, que se había apartado del rostro para despejar las bellamente cinceladas facciones; por sus ojos azules, a los que el sol matutino confería una cualidad luminosa y casi líquida... Era hermoso. No importaba que, tarde o temprano, tuviese que dejarlo marchar, inclinando, incluso, la cabeza. Por el momento era arcilla que él podía modelar a su gusto, y pensaba hacer buen uso de esa prerrogativa.

—Quítate la camisa.

Resultaba curioso el embarazo que sentía dando esa orden. Él no acostumbraba a retratar desnudos, solía mostrar una consideración, siquiera mínima, al pudor. Además, los aprendices que zumbaban por la estancia lo incomodaban. Lanzó una mirada aviesa a uno de ellos —el joven Nicola—, allí plantado junto al caballete, rascándose entre los omóplatos con la ayuda de una punta de plata; justo la que pensaba emplear para trabajar. Cuando se disponía a decirle que se quitara de su vista, conteniendo el deseo de abofetearlo, la blanca prenda que llevaba su modelo aterrizó en el suelo. La imagen que reveló aquel gesto tan —secretamente— familiar y tan estimulante capturó su atención; intachable y completa desnudez... y, por una vez, legítima y a la luz clara del día.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora