VIII: Encadenado a una estrella (parte 2)

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Ignoraba por qué habían aceptado su petición, igual que sucediera con la de visitar la pirámide; solo tenía claro que era una gran oportunidad y no debía desperdiciarla. Esperaba en una calle cercana a la Porta Romana, desierta a aquellas horas. La vigilancia del piramidión había establecido que Verorrosso cruzaría pronto por allí, tras escoltar a Irene Gregori a la casa de unos parientes. A salvo de la interferencia de la otra pirámide, le saldría al paso y trataría de dialogar con él. Si tenía éxito, quizá adquiriese información valiosa para sus aliados; si fracasaba, el blanco sería privado de los recuerdos de su encontronazo a toda velocidad y él habría de guardar otro enorme secreto más. En caso de sentirse en peligro, su obligación era pedir ayuda de inmediato.

El sonido de pasos recios sobre la tierra y la luz de un farol lo alertaron de que su objetivo andaba cerca. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, divisaron la alta figura aproximándose entre los muros de piedra. Tal vez no fuese buena idea surgir de improviso, como un asaltante, razonó el florentino. Despacio, salió del callejón donde se escondía y se pegó a la pared, para que el farol lo iluminase no bien pasase por su lado.

Pero el oído y la vista de Verorrosso eran mejores que eso. No bien se percató de que había alguien esperándolo, se lanzó hacia él a la velocidad del rayo, lo devolvió a la penumbra del callejón y lo estampó contra la pared. Sus ojos verdes se rasgaron al comprobar quién había caído en sus garras.

—El maestro Da Vinci —anunció, con abrupto acento milanés, mientras palpaba su cintura en busca de armas—. ¿Un intento de emboscada?

—No voy armado. Y no me tengo por tan torpe cazador como para saliros al paso aposta, Verorrosso. Únicamente deseo hablar a sol... ¿qué estáis...?

Leonardo se vio entonces lanzado de cara al muro, su capa y su túnica alzadas sin pudor, su espalda desnudada. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, avivado por el impulso de pedir socorro, hasta que dedujo que la intención de su asaltante no era sino buscar señales comprometedoras junto a sus omóplatos; las marcas de su gente, marcas de alas.

—Piel lisa, aunque eso no prueba nada en absoluto. Me visteis hace tres noches y luego desaparecisteis ante mis narices. Explicad cómo es eso posible, y qué sucederá si os rajo la garganta y os destripo como a un pollo.

—Sucederá que me causareis un tormento momentáneo y... y nada más, señor.

—Así son las cosas, ¿eh? ¡Dime a quién sirves, a qué maldita facción perteneces! —exigió, olvidando las formalidades—. ¿Por qué no tienes marcas? ¿De qué manera te hiciste invisible?

—No pertenezco a ninguna facción...

—¡Mientes! ¡Un hombre ordinario no ve a través de nuestro don!

—No miento, créeme, si bien admito que tampoco soy un hombre ordinario. Poseo... otro tipo de dones.

Ante Verorrosso se obró una transformación espectacular. Los hombros algo cargados del artista se enderezaron, en su piel se borró cualquier rastro de arrugas y manchas y sus cabellos se tiñeron de un vivo dorado, sin canas; el azul de sus iris brilló, transparente, en aquel rostro que había recuperado la lozanía de los veinte años... Jadeó. Leonardo le había mostrado lo que ocultaba su disfraz.

—Nadie ve a través del mío, de mi don, salvo tú, porque yo te lo permito.

—¿Quién eres? ¿Por qué nuestro supervisor no me habló jamás de ti? —El pelirrojo apretó con furia, hasta arrancarle un gemido. Tras unos segundos de conflicto, decidió llevárselo a rastras—. ¿No quieres hablar? Pues vendrás conmigo y esperarás a que lo invoque, para que él me dé explicaciones.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora